Mi madre me hablaba de la Semana Santa, de los velos en la iglesia, de solo oír música clásica, de no comer carne y de ir a ver películas de temática religiosa en el cine. Este último aspecto lo llegué a ver de niño, incluso veía colas en el cine Roma para ver proyecciones repetidas de “Ben Hur”, así como la variada cartelera con las proyecciones sobre la vida de Jesús que también transmitían en televisión junto con las misas.
Pese a que originalmente la prédica del sencillo carpintero judío fue oral, a pie en un área geográfica pequeña, a lo largo de dos milenios ha contado –no sin dificultad– con una serie de mediaciones que van desde la palabra escrita a mano y la Biblia tempranamente impresa por Gutenberg, hasta las emisiones de radio o las bendiciones papales por televisión. Evidentemente toda mediación ofrece una oportunidad de transmitir a más personas un mensaje, pero, a la vez, como bien lo menciona el filósofo Marshall McLuhan, el mismo medio se constituye en un mensaje y, por ejemplo, la imagen de Cristo y de la Virgen María han proyectado los valores que cada grupo ha visto bien otorgarles.
Otro problema que han tenido los medios es que la prédica espiritual requiere acompañamiento, respuesta, repreguntas, aceptar dudas y cuestionamientos. Se busca la asesoría personal y se necesita el apoyo emocional, cosa que las pantallas y su frialdad no suelen dar.
La sorpresiva y dramática irrupción de Internet en la vida de los jóvenes, si bien ha sido un vehículo para la transmisión de la fe, también ha sido un desafío para la misma. Cuando yo era estudiante, la fe cristiana siempre me dio la sensación permanente de compañía y conexión. Me pregunto si los jóvenes de hoy sacian esa necesidad a través de Internet, que les permite sentirse acompañados, en salvaguarda emocional y quizás en la ilusión de cierta trascendencia. Es decir, me pregunto si las redes sociales crean una ilusión de compañía omnipresente. Si antes Cristo tuvo que pedirles a sus futuros discípulos que dejaran sus redes y lo siguieran, asumo que hoy por hoy les pediría que abandonen sus redes, pero las sociales, por un momento, para poder mirar al prójimo y sus necesidades reales.
Ya hace un tiempo, en un trabajo de campo en Ucayali, vi una conversación entre un sacerdote colombiano que estaba de misión en la selva y un muchacho de la comunidad shipiba que estaba iniciándose en el arte del chamanismo. Me gustó ver el respeto entre los dos mundos espirituales. Cuando el futuro chamán le preguntó al padre: “¿Usted cree en Dios?”, el sacerdote replicó: “Por profesión, claro que sí”. El joven volvió a preguntar: “¿Y usted le cree a Dios?”, a lo que el padre le dijo: “Sí, creo en él, le creo a él. Ahora yo te pregunto: ¿Tú crees que Dios crea en nosotros?”. El joven aprendiz de chamán respondió solo con una sonrisa.
Siento que el mensaje de Cristo es optimista, rebelde al sistema y exclusivo en el amor incondicional; mucho menos institucionalizado y jerárquico que como se me enseñó alguna vez. Por eso, caminando hace poco por la capilla de la PUCP, vi como todo el equipo del CAPU se movía feliz como una familia muy juvenil promoviendo actividades e integrando –creo yo– la parte más importante de esta semana: que, por, sobre todo, celebramos el resucitar a una vida feliz. Me gustó verlos activos, sonrientes, optimistas. Aprendí mucho viéndolos y recordé aquella escena junto al río allá en el Alto Ucayali, y sentí sonriendo que Dios cree en nosotros.