Pocas expresiones tienen un poder tan explicativo de nuestra mediocridad política como el “roba pero hace obra”. Tanto tiempo hemos convivido con la congoja de la corrupción que algún placer tuvimos que encontrarle a un sistema putrefacto. Te llevas millones en coimas, pero, por lo menos, nos dejas una carretera bien construida o un hospital ya inaugurado. El vaso está completamente sucio, sí, pero al menos medio lleno.
La sumisión patriótica a la desventura ha encontrado nuevas manifestaciones de creatividad con el presidente Pedro Castillo. Cuando se publicaron los primeros nombramientos de funcionarios incapaces e inexpertos, apareció al recurso de la antítesis: “pero no es Keiko”. A los primeros embustes para sostener cónclaves soterrados en el “Palacio de Breña”, sobrevino la excusa del “pero todos los presidentes lo hacían”. Después surgieron las lobistas que organizaban fiestas a las hijas y los US$20.000 en el excusado, “pero es que el presidente es muy confiado” o “recién está aprendiendo”. Nos excusamos en la condescendencia. Luego fallaron los famosos talleres de género, se multiplicaron los misóginos y las acusaciones de violencia familiar atiborraron el Gabinete Ministerial, “pero al menos nos están vacunando”. Y ahora que despacharon al ministro de las vacunas, el único que parecía estar haciendo las cosas bien, seguramente extraerán algún as bajo la manga, de la especie del “pero el Congreso está peor”.
El cuarto Gabinete Ministerial nos deja ahora con el abogado Aníbal Torres a la cabeza. Al que muchos consideraban uno de los “moderados” al inicio de este gobierno y una supuesta garantía de honestidad e independencia dentro de un Ejecutivo presto a las disputas por el botín entre cerronistas, sindicalistas del magisterio y mendocistas (resultaría imposible llamar “progresistas” a la facción de Nuevo Perú que convivió y soportó tanta misoginia).
Pero si algo nunca moderó Torres fue su labia para vilipendiar a todo el que le resultaba incómodo. Lo que empezó con un “muchachito tonto” a un entrevistador poco instruido se transformó en un ridículo e injustificado insulto al presidente del BCR. La ironía se convirtió en moneda corriente para el entonces ministro de Justicia, ora para excusar al jefe de Estado de registrar sus soterradas visitas en el pasaje Sarratea (“quiere decir esto que si el presidente se va a la playa, ¿tiene que irse cargando un libro para ver que alguien se acerca a felicitarlo, darle un abrazo y que firme previamente?”), ora para menospreciar las preguntas sobre una posible excarcelación de Antauro Humala (“lo voy a hacer saltar el muro de la cárcel cuando los guardianes estén almorzando y en la calle lo esperará un auto para que fugue”).
La incontinencia verbal de Torres, sin embargo, no es la verdadera dolencia, sino apenas un síntoma de una enfermedad bastante más grave: la tiranía.
Una nota de Ricardo Uceda, publicada ayer en este Diario, daba cuenta de la forma déspota con la que Torres condujo sus últimas semanas en el Ministerio de Justicia. Vociferando en su despacho cuando varios penalistas le advertían de la ilegalidad del despido del procurador general del Estado, Daniel Soria. Cesando sin ninguna razón valedera a la jefa del INPE, Susana Silva. En fin, tumbándose todo lo que podía tumbarse en el sistema de justicia que dependía de su despacho.
Aníbal Torres estuvo dispuesto a cometer una ilegalidad para evitar que un procurador investigue y denuncie al jefe de Estado y a aliarse con el cerronismo para resguardar la supervivencia de este Gobierno. No habrá que esperar mucho para atestiguar la siguiente expresión sarcástica que esconda el autoritarismo de quien siente que no tiene que rendir cuentas.