El uso del término ‘sociedad enferma’ fue propuesto y utilizado por el psicoanalista de origen alemán Erick Fromm, quien desarrolló el concepto en su libro “The Sane Society” (titulado en español “Psicoanálisis de la sociedad contemporánea”), publicado en 1955, y habiendo transcurrido más de 60 años de su propuesta, esta sigue vigente. Podemos tener dudas sobre cuál es el grado de enfermedad que puede padecer una sociedad, pero no existe duda de la existencia de sociedades enfermas.
Y si hablamos de enfermedades, pues tenemos de las físicas y de las del alma, tal como en antaño se calificaba a las de la mente. Hablar de enfermedades de la mente implica también sumar aquellas condiciones neurológicas que se vuelven crónicas y con las que no queda más que lidiar vía un tratamiento farmacológico perenne.
¿Qué indicios existen para saber si nos hallamos ante una sociedad insana? ¿Qué es una sociedad sana? Algunas claves las dan las sociedades de mayor bienestar –las nórdicas, por ejemplo– en las que se establecen escalas de protección en base a la vulnerabilidad de modo que los recursos y los esfuerzos del resto de miembros de la comunidad se orientan a actuar en base a esa escala. Así, por ejemplo, en Noruega esa prioridad tiene en su cima a los niños, seguidos de los ancianos, para proseguir con las mujeres, los animales y, al final, los varones.
Esta escala de vulnerabilidad sirve, además, para entender que todos los miembros de la sociedad –en este caso, la de Noruega– están facultados para iniciar acciones que protejan a esas poblaciones cuando lo requieran y sin ningún límite.
Así, en el caso concreto de los niños, Noruega ofrece a sus menores exigir que sus derechos sean protegidos ante la figura del defensor de los niños –'Barneombudet’– o ante cualquier adulto. De igual manera, los ancianos tienen una serie de prerrogativas que los convierten en la segunda población más protegida a través de actos y rituales que van desde la acción comunitaria para ayudarlos en tareas menores (‘dugnad’) hasta la denuncia en caso de maltratos.
Discurro en estas disquisiciones a fin de tratar de ser lo más ecuánime frente a una noticia tan terrible como la que envolvió el caso de la niña de tres años ultrajada por un insano en Chiclayo. Ese tipo de noticias no pueden menos que removernos el ánimo, cuando no producirnos asco. La indignación que hemos visto en las decenas de personas que se agolparon la semana pasada en Lima clamando por justicia no son más que señales de sanidad. Una sanidad que nos da esperanza.
Porque, aun cuando actualmente hay más de 10 mil presos por violación sexual de menores en el país, siendo este el delito con más internos después del robo agravado, en el Perú todavía existe la capacidad de indignación para insuflarnos algo más que esperanza.
En este punto, la participación vecinal ha resultado clave para romper con los círculos de indiferencia. Gracias a reportes periodísticos, en el caso del secuestro y violación producido en Chiclayo fueron los vecinos los que se movilizaron y viralizaron en redes sociales acciones de búsqueda de la menor violentada.
La indignación ciudadana está ahí y es manifiesta. Sin embargo, junto a ella queda aún por resolver el sentido de tantas muertes acaecidas contra menores, que nos coloca otra vez ante la disyuntiva de saber si el Perú es o no una sociedad enferma. Porque esa insania se manifiesta tanto en el ultraje a vulnerables, cuanto en la incapacidad para reconocer la existencia de dolor. De un duelo que pareciese no termina de acongojarnos.
Creo que es tiempo de empezar un lento, pero impostergable proceso de resignificación de todas las muertes de menores en circunstancias violentas en pos de lograr una paz social que nos ayude a encarar de mejor manera todas las tribulaciones que padece el Perú.
Porque tan insano es soslayar la muerte ajena como ocultar el duelo implicado y su digestión. Condolernos de la muerte es, en sí mismo, un acto de misericordia con el otro, pero más aún, con nosotros mismos.