Imagínese un huaico entrando por la puerta de su casa. Una masa incontrolable de lodo que inunda, lenta pero inexorablemente, su sala, su cocina, sus dormitorios, su cotidianeidad. Si las autoridades no han emitido las alertas oportunamente, lo más probable es que pierda sus pertenencias. Pero, dependiendo de la magnitud del desastre, también podría perder la vida. Las noticias de inundaciones devastadoras están, para los peruanos, asociadas a las lluvias de inicios de año en las alturas andinas que descargan furiosos aluviones sobre los valles costeños, al punto de desbordar los caudales fluviales y afectar los poblados de las riberas. Difícilmente podríamos esperar este tipo de desgracia en una urbe importante de la Unión Europea, pero es lo que lamentablemente pasó hace dos meses en la tercera ciudad más grande de España. A veces, da lo mismo el desborde del Huaycoloro en Lurigancho que una dana en Valencia.
La negligencia de las autoridades españolas parecía tercermundista. El presidente de la Generalidad Valenciana y miembro del Partido Popular no habría respondido los teléfonos durante la emergencia porque estuvo entretenido almorzando con una periodista a quien le ofrecía un puesto de trabajo. Tres horas incomunicado, en medio de fabada, garbanzos y alubias, desatendió la emergencia que había sido oportunamente pronosticada por los servicios meteorológicos. De hecho, el sistema de alarma fue activado en los celulares de los valencianos demasiado tarde, ya cuando muchas familias se encontraban luchando contra el lodo. Han pasado dos meses y todavía las zonas más inundadas no han recuperado la normalidad. El transporte público es parcial y el lodazal se ha petrificado. Y eso que la propia monarquía (el rey Felipe y Leticia) descendió al llano a solidarizarse con la plebe afectada (aunque no lograron escapar del repudio popular). Casualmente, el reino del que nos independizamos en Ayacucho hace dos siglos.
Nuestro Estado y sus instituciones republicanas fueron fundados sobre las viejas estructuras coloniales hispánicas. Vale la pena evocar la tesis de la “herencia colonial” que empleara Julio Cotler para explicar el régimen de Juan Velasco Alvarado. La relación centro-periferia que planteó el Imperio Español con sus colonias fue predominantemente extractivista, con la delegación y fragmentación del poder en caudillajes (a través de la encomienda) y un reconocimiento de derechos de las mayorías ralentizado si los comparamos con otros imperios. Nuestra independencia construyó una república sobre esos cimientos estructurales. Predominó la violencia propia de guerras civiles, el carácter oligárquico del poder político (la movilización de masas recién apareció bien entrado el siglo XX con el Partido Aprista) y un centralismo que prefirió pactar con élites regionales antes que proponer un proceso social inclusivo (el sufragio universal apenas llegó en 1979). Más que 200 años de independencia, llevamos más de 500 años de una misma matriz institucional. Lo que se hereda no se hurta.
En el siglo XX, España logró enmendar su inercia económica y sus taras institucionales. Desde la independencia de sus colonias en Sudamérica hasta mediados de siglo XX, España y el Perú tuvieron niveles de ingreso (PBI per cápita, con paridad de poder de compra) muy similares, como lo demuestra Elmer Cuba en una investigación en desarrollo. De hecho, incluso durante la Guerra Civil española, el PBI peruano fue superior. Pero, a partir de la década de 1960, primero, y de su asociación a la Unión Europea, después, las distancias económicas se vuelven abismales. Pero, políticamente, en España subsisten patrones de relacionamiento entre gobernantes y gobernados signados por la arbitrariedad en el uso del poder, en el que parece importar poco la rendición de cuentas y con mecanismos anticorrupción bastante porosos. Para quienes hemos tenido que lidiar con servicios públicos europeos como inmigrantes (y no como turistas), podemos notar la indolencia en tiempo de espera en el procesamiento de residencia como extranjeros y en el sistema de salud, que distinguen a España de sus pares de Europa Central, por ejemplo.
Pero no todo es determinismo estructural. No necesariamente estamos condenados a ejecutar la maldición de los legados coloniales, pues existe suficiente margen para las decisiones de los actores relevantes; es decir, las élites. De hecho, en determinadas coyunturas críticas –esos momentos en que la historia se vuelve plástica–, los agentes políticos toman decisiones y enrumban caminos que pueden ser determinantes para el futuro de sus colectividades. Qué duda cabe de que los contextos posindependencia de las excolonias españolas lo fueron. En aquellos momentos, nuestros denominados próceres decidieron tomar el camino presidencialista y no el parlamentarismo, el centralismo unitario y no el federalismo, el caudillismo militar a la formación partidaria. Paradójicamente, rutinizaron la inestabilidad y la consagraron como una marca de nacimiento. Los presidentes peruanos pueden durar cinco días, ya sea a inicios de la república como en pleno siglo XXI, y la sociedad no se despeina.
Los individuos de a pie también tienen su propia capacidad de agencia (o de salida), en este caso, de emigración. El INEI acaba de revelar que más de 400.000 peruanos salieron fuera del país en el 2023 para no regresar, teniendo a Europa (España e Italia, especialmente) como uno de los destinos favoritos (lo que supone un trabajo más exigente de parte de nuestros consulados). Estos connacionales han llegado, intuitivamente, a una conclusión que refuta el ‘wishful-thinking’ de nuestros intelectuales ‘republicanos’: quienes quieren vivir bajo una socialdemocracia, chapen su avión (y olvídense de promesas ‘centristas’). Porque, a pesar de que las élites políticas (peruanas y españolas) comparten determinados niveles de indolencia, tentación por la corrupción y tendencias por el patrimonialismo sobre el servicio público, las sociedades civiles son clamorosamente distintas. Es más fácil que un emigrante peruano se autonomice en España (se convierta en un contribuyente y, por lo tanto, también en un beneficiario del Estado de bienestar) a que se reduzca el casi 80% de informalidad de nuestra fuerza laboral. No hay democracia sin burguesía, así como tampoco hay socialdemocracia sin sindicatos fuertes. Es por eso que, 200 años después de la batalla de Ayacucho, no hay nada más triste que reconocer que la salida para muchos peruanos sigue siendo el Jorge Chávez (con destino a Barajas).