Me cuesta leer la ola de indignación que levantó la noticia de las llamadas del presidente del Congreso a los mandos militares (ola que fue suficiente como para acabar con un intento de vacancia embalado), como el reflejo de un gran nervio institucionalista en el país.
Me cuesta creerlo, porque veo que casi todas las más sonoras voces que se alzaron (con razón) contra este intento, son las mismas que apoyaron, con notables contorsiones del derecho y la lógica, la disolución del anterior Congreso que el mismo Vizcarra hizo. Disolución en la que, como se recordará, fue absolutamente decisiva la intervención –foto incluída– de los altos mandos de las Fuerzas Armadas.
Digo esto, pese a que también me encuentro –y así lo escribí muchas veces– entre quienes consideran que las fuerzas que ejercían la mayoría en ese Congreso hicieron un uso sistemáticamente deleznable de su poder, entre otras cosas para canalizar una hiperirresponsable pataleta poselectoral contra el torpe gobierno de quien, para bien o para mal, los había derrotado en las urnas, y a quien acabaron empujando fuera del puesto en secreta coordinación –¡ironías de la vida!– con quien luego los disolvería.
Ninguna de las tropelías de esa mayoría volvía menos forzado el argumento que dijo que cabía dentro de las prerrogativas del presidente poner una cuestión de confianza para que el Congreso ejerciera una facultad que la Constitución le da exclusivamente a este último (nombrar a los miembros del TC) de la forma en que al primero le pareciese bien. La Constitución es tan clara como lógica cuando dice que el presidente solo puede hacer cuestiones de confianza –y consiguientemente, ponerse en posición de disolver al Congreso– sobre “política general del gobierno y las principales medidas que requiere su gestión”. Es decir, sobre las cosas que caen en la jurisdicción del Ejecutivo. Si pudiera también poner cuestiones de confianza por temas que según la Constitución no corresponde decidir a un gobierno sino al Congreso, no tendríamos separación de poderes sino monarquía absoluta.
Pese a esto, fue ubicuo el respaldo para una disolución que, a punta de dudosa en lo que tocaba a su base constitucional, acabó provocando lo que muchos pensábamos no veríamos más en el Perú: la aparición de las Fuerzas Armadas decidiendo quién se quedaría con el poder. Porque, como bien se recordará, por unas horas esa tarde las cosas estuvieron en el aire y los noticieros llegaron a hablar de “dos presidentes”, hasta que surgió la foto-noticia.
Todo se justificó abundantemente y la indignación fue guardada para cuando Merino intentó aprender de Vizcarra contra el propio Vizcarra (incluso ha habido congresistas que usaron las mismas esotéricas teorías que en su momento utilizaron los aplaudidores del presidente, como la teoría de lo “legal no es legítimo”).
Por eso no creo que lo que hemos visto en reacción al intento de vacancia ha sido un reflejo institucionalista (salvo, por supuesto, excepciones). Ha sido más bien una expresión más de esa lucha entre sectas que es nuestra política, en lo que importa para definir las medidas que a uno le parecen buenas o malas es en contra de quién se está. Los límites constitucionlaes en sí imponen respeto a muy pocos.
Por supuesto, el que el Estado de derecho importe solo instrumentalmente (aunque sea como instrumento de algo en principio elevado, como lo que nos parece ético o no) no es un fenómeno nuevo o exclusivo del Perú. Es un asunto viejo, que trata muy bien Robert Bolt en su magnífica obra de teatro “Un hombre para todas las estaciones” sobre la vida de Tomás Moro. En ella, un personaje increpa a Moro por “darle al mismo diablo los beneficios de la ley”, en lugar de “cortar la ley por donde sea necesario para hacer un atajo y correr a agarrarlo”. La respuesta de Moro es un tratadito sobre el valor del Estado de derecho: “¿Ah, sí? Y cuando la última ley haya sido tumbada, y el diablo se vuelva contra ti, ¿detrás de qué te protegerás? (…) ¿Realmente crees que podrás permanecer al margen de los vientos que soplarán entonces? Sí, yo le daría al mismo diablo los beneficios de la ley, pero por mi propia conveniencia”.
En el Perú no logramos asumir esto. Que el costo de usar el poder público para tumbar el muro de la ley y poder acabar así con un enemigo hoy, es quedarse uno mismo sin la protección de ese muro mañana, cuando cambien los vientos. Eso, y un país vuelto en el desafortunado juguete que estos vientos empujan de acá para allá, y al revés, sin cesar.