El presidente de la República Pedro Castillo convocó, finalmente, a las elecciones regionales –y también municipales– del próximo 2 de octubre. El evento debería ser el principal acontecimiento político del año. Pero no debe descartarse que los enredos en los que el Ejecutivo se suele involucrar o algún eventual estropicio originado en el Parlamento le quiten tal sitial. Ello, sin contar el eventual escalamiento de la conflictividad social, que ha sido un rompecabezas recurrente en la segunda mitad del año.
En cualquier caso, será una oportunidad propicia para ver si la elección subnacional, al reducir la presión, le da algo de alivio a la política nacional, afincada en Palacio de Gobierno y en el Legislativo. También permitirá ver si la oposición actúa con cierto cálculo y cohesión y convierte los comicios en una elección plebiscitaria (de apoya o no al régimen), o si se estos se mantienen como la elección del “buen vecino” prolongada a escala regional.
Más importante aun, y para no perder consciencia sobre el pasado reciente que brinda mucho espacio para el aprendizaje, es el hecho de que el país va a cumplir dos décadas de elecciones regionales y, con ello, del fallido proceso de descentralización, lo que debería brindar oportunidad para un balance, sin decartar ajustes que se requieren a gritos y hasta un relanzamiento.
Algo de ello contienen opiniones recientes, desde distintos frentes del quehacer público, sin desconocer la agenda y expectativas de inicios del milenio, que dieron origen al proceso actual. Eduardo Morón, por ejemplo, se centra en la gestión pública de los nuevos poderes, que contrasta con los ingentes presupuestos que manejan. El balance es desalentador: “servicios esenciales de mala calidad, corrupción generalizada y desperdicio de recursos fiscales” (“Gestión”, 29/12/2021). Ante ello, Morón plantea esquemas que reduzcan el margen de discrecionalidad de la autoridad regional y un mayor control de los flujos presupuestales, sobre todo en escenarios de altos precios de los minerales.
María Isabel Remy, por su parte, lamenta las severas limitaciones de los actuales gobiernos regionales, “que no generan políticas o estrategias de desarrollo”. En cambio, “son oficinas de distribución de planillas y unidades de gasto: tienen (y reclaman) dinero para obras; es decir, para entregar a empresas en contratos de dudosa claridad”. No sorprende, por ello, que cada vez sean “más los gobernadores con procesos judiciales por apropiarse del dinero de sus pueblos que salen elegidos en unas elecciones regionales disputadas entre 15 o 20 candidatos”. Frente a ello, con una mirada más política que administrativa, Remy plantea “impulsar planes de acondicionamiento territorial que ordenen las prioridades de inversión, así como implementar modelos de provisión de servicios públicos regionales y locales que establezcan quién está a cargo de qué y cómo se financia” (El Comercio, 17/12/2021).
Sin que sea un aporte del todo reciente, es necesario ver los planteamientos de Ricardo Vergara en un imprescindible texto, vuelto publicar por el IEP en el 2018 (“Descentralización: una vez más... ¿fracasamos?”, en “Cuando la voluntad general se equivoca”). Vergara recuerda la visión que tenía José Carlos Mariátegui sobre el regionalismo: “una expresión vaga de un malestar y un descontento”. En la mirada de Vergara, el proceso en el que estamos inmersos –una “situación disparatada”– se sustenta en las expectativas de la clase política subnacional y en el anti-limeñismo provinciano. Como telón de fondo a las siete propuestas que Vergara presenta, él plantea “penalizar el mantenimiento del statu quo y a imponer ciertos cambios necesarios”.
En suma, debe encontrarse el modo de romper la inercia actual y forzar la discusión sobre un pasivo al que peligrosamente nos vamos acostumbrando. Planteamientos hay. De otra manera, el malestar y el descontento que originaron la descentralización fallida actual seguirán siendo marcadamente onerosos.