El personaje que, según Pedro Castillo, no tendría ni siquiera el puesto de portero en un eventual gobierno suyo está a punto de convertirse en la mayor y determinante influencia política e ideológica sobre el destino del Perú de aquí al 2026 o indefinidamente.
Tendremos así una nueva versión de Vladimiro Montesinos, el exasesor de Alberto Fujimori, igual de oscura, ilegal y tenebrosa, instalada sobre el poder civil y militar del país.
Se trata de Vladimir Cerrón, secretario general de Perú Libre, partido con el que Castillo llega a las puertas del poder, y autor del ideario marxista leninista que sustentó la candidatura presidencial de este ante un complaciente JNE. Como impulsor de la cuestionada maquinaria financiera y electoral de Perú Libre, Cerrón ha hecho posible, además de la meteórica carrera de Castillo, la incursión en el Congreso de militantes radicales de su partido vinculados con el narcoterrorismo de Sendero Luminoso. Una sentencia judicial por corrupción inhabilita a Cerrón del ejercicio de funciones públicas, pero no de su intromisión política desde las sombras en la suerte futura del país.
En efecto, como nuevo rehén del poder tras el trono, Castillo difícilmente podrá liberarse de la presión política de su captor, de la cual proviene su insistencia en una asamblea constituyente que no figura en nuestro ordenamiento jurídico e institucional. En su afán de controlar cada tuerca y tornillo de la Presidencia y el Congreso, Cerrón no estará dispuesto a renunciar a ese oscuro objetivo. Hipocresías y mentiras aparte, Castillo no podrá disimular el paso de sus juramentos por la democracia y la Constitución por la trituradora de Cerrón.
Esto construye un letal dilema para Castillo entre la sumisión y el coraje.
¿Decidirá imponer, bajo el signo tenebroso de Cerrón, una asamblea constituyente al precio de conducir al país a una borrascosa y prolongada confrontación, ahondando la crisis sanitaria, económica y de seguridad? ¿O decidirá gobernar, por cuenta y decisión propia, abandonando el proyecto constituyente de Cerrón, a costa de tener que enfrentar a este como adversario político, altamente destructivo, en trincheras entre sí imprevisibles?
A Castillo ya no tendrá que preocuparle haber sido, obviamente, un rehén político e ideológico de Cerrón durante la campaña electoral, sino involucrar en adelante a la Presidencia de la República y al país entero en la misma suerte de tener que vivir bajo los extraños designios del poder tras el trono. Tal como Montesinos detrás de Fujimori, Nadine Heredia detrás de Humala, Vizcarra detrás de Pedro Pablo Kuczynski, labrándole su renuncia, y, yendo más atrás en el tiempo, como Rasputín detrás de los últimos zares del Imperio ruso.
El síndrome Cerrón y la inevitable condición de rehén de Castillo le han causado un antelado grave daño político, económico y social al Perú, generando sospechosos manejos de los fondos de campaña electoral en la región Junín; irregularidades en las actas de votación, bajo la negativa del JNE y de la ONPE a ejercer una legítima autoridad fiscalizadora y esclarecedora; desconfianza en los mercados y agentes de inversión, con peligrosas alzas en los precios del dólar y de los bienes de primera necesidad; y aparición de señales inflacionarias y de desequilibrio fiscal que no habíamos visto en muchísimos años.
Nada le costaba a las autoridades electorales auditar los aciertos y errores de sus respectivas competencias, sin tener que molestar a la OEA ni a la Presidencia de la República, para ejecutarla. Así como a nadie molesta que la Contraloría General de la República sea la principal auditora de la gestión del Estado. Una auditoría en el ámbito privado o público no transgrede ninguna autonomía ni neutralidad. En el ámbito público forma parte esencial de toda transparencia de los asuntos de gobierno y Estado, que son asuntos públicos, fuera de todo malicioso secretismo. Aunque era una novedad solicitarla, una auditoría electoral, a pedido del propio JNE y de la propia ONPE, le habría hecho mucho bien al país en beneficio de la trasparencia de los resultados de la votación presidencial. Demasiado cándido y sesgado el presidente Francisco Sagasti para oponerse, prefiriendo las sombras a las luces de un proceso cuestionado. Demasiado ensimismadas las autoridades electorales para dejar correr sospechas de duda e ilegitimidad en el camino resolutivo recurrido por ellas mismas.
Estamos, pues, advertidos del síndrome Cerrón y de la posible eventual instalación de un nuevo poder detrás de la presidencia en el Perú, con el adicional peligro que esto trae consigo la puerta de entrada en el sistema democrático de un proyecto autoritario, y quizá totalitario, de imprevisibles consecuencias, y de otro proyecto no menos pernicioso: el de la penetración de Sendero Luminoso y del narcotráfico en los vericuetos del poder y del Estado.