“El Perú es un país horrible”, dijo, hace poco, un reconocido académico en el homenaje a Carlos Iván Degregori organizado por el Instituto de Estudios Peruanos. Y, aunque trato de entender el pesar por el amigo ausente que, de acuerdo al argumento del ponente, entregó la vida por su patria, su comentario no deja de ser desafortunado además de equivocado. ¿Acaso no sería mejor afirmar que el nuestro es un lugar extraordinariamente bello donde ocurren hechos horribles, perpetrados por peruanos contra peruanos? Hechos concretos que se olvidan fácilmente y, lo que resulta aún más grave, de los que nadie se hace cargo y, por lo mismo, terminan enterrados bajo la lápida de la impunidad. Sin ir muy lejos, pienso en la deflagración en Villa El Salvador, el horror de Mesa Redonda en vísperas de esa trágica Navidad del 2001, en Tarata, en Lucanamarca, en el “robo armado presidencial” o en el maltrato que sistemáticamente nos infringimos en las redes sociales. Lo horrible en el Perú es que en lugares tan extraordinarios y majestuosos, como lo es el olvidado Vizcatán, se siga practicando el ritual del odio, la venganza y la muerte. Lo que es más trágico: el robo de la inocencia a nuestros niños. Un acto perverso, que a todos debería llevarnos a la reflexión.
El cierre de una de las campañas electorales más pobre en ideas y proyectos, y más exuberante en insultos, mentiras y mediocridad, coincide con la masacre de dieciséis compatriotas, entre ellos dos niñas cuyos cuerpos calcinados son irreconocibles. Este nuevo acto de barbarie, donde la compasión y la piedad no existen en un mundo regido por la guerra, expresa una violencia instalada por siglos en nuestra psique. Es por ello que ya no sorprende, aunque si conmueve, el constatar la marca registrada de un puñado de desalmados que ahora pretende mandarnos un mensaje, escrito con sangre de inocentes, respecto a la manera en la que el narcoterrorismo resuelve sus “discrepancias” en el Vraem. A lo que sí prestamos atención es a las palabras de la “camarada Vilma” o de otros voceros de los remanentes de Sendero. Además del boyante negocio de la droga, es la inhumanidad más absoluta lo que prima en el Vraem. Sin embargo, lo que sorprende además de la vesania de Quispe Palomino –carnicero de Lucanamarca y Socos, secuestrador de niños para convertirlos en máquinas de matar y ahora jefe de la seguridad de los cárteles de la droga en la selva– es la superioridad moral que transmiten sus comandos: los que masacran a “personas de mal vivir”, porque bajo el mandato de su líder no se permite el ingreso a prostitutas y mucho menos a gays, drogadictos o borrachos. Ese es el verdadero horror que vive y reina en uno de los hábitats más bellos del planeta, donde el crimen (físico y simbólico) busca esconderse en los pliegues de una falsa moral “revolucionaria”. Tal como ocurrió en aquella trágica década en la que millones de peruanos fuimos secuestrados por una banda de criminales simplemente porque, según ellos, éramos malos y merecíamos el abuso sistemático, seguido del aniquilamiento.
El país de la diversidad, pero también del azar, la sorpresa y la incertidumbre, posee una infinidad de caminos. Estos pueden llevarte tanto a un taller en San Antonio de Cajamarca como a una escuela en Barranca llena de amor y esperanza. En vísperas de la matanza en el Vraem, tuve el inmenso privilegio de ser invitada para hablar sobre la escuela como semillero de conocimiento y valores. Y quedé gratamente sorprendida por la labor silenciosa de los maestros de la escuela Las Palmas Nueva Esperanza del norte chico y por su inmenso respeto por el Perú. Lo que me confirma, una vez más, que, así como existe el desprecio y deseo de dominio, persiste, en medio de la adversidad, un espíritu constructivo guiado por el saber. Es ahí hacia donde debemos dirigir todas nuestras energías. Y como un anuncio de tiempos mejores, me quedo con esa imagen entrañable del alumno más joven de la escuela taller de San Antonio de Cajamarca, quien hace poco declaró sobre el gran valor de un curso que siguió sobre el cultivo de aguaymantos y zarzamoras, porque son “muy buenos para todos”. La celebración de la dulzura de la vida y del colectivo es realmente un bálsamo para el alma en estos tiempos tan amargos.