La orfandad política del gobierno de la presidenta Dina Boluarte es inmensa. Con baja popularidad, un Congreso que es más tolerante por conveniencia propia con el Ejecutivo que por aspiraciones reformistas y una pesada mochila por el pésimo manejo de las protestas sociales de inicios de año, su posición política se encuentra entre las más débiles de los presidentes de la región.
A esta precariedad política, además, se podría sumar la económica. Si bien la inflación viene cediendo poco a poco, las expectativas de crecimiento se deterioran mes a mes. En mayo del año pasado, por ejemplo, el consenso de analistas y del sistema financiero esperaba una expansión del PBI de cerca de 2,6% durante el 2023, según la encuesta de expectativas del Banco Central de Reserva del Perú (BCR). En la encuesta más reciente de mayo de este año, la proyección del mismo grupo es de 1,9% para el 2023. El propio BCR, de hecho, presentó el viernes pasado sus estimados de crecimiento con una revisión a la baja del PBI de este año: de 2,6% a 2,2%.
La mayoría de especialistas coincide en que la caída de la inversión privada es una de las explicaciones centrales de la ralentización económica. De acuerdo con el ente emisor, esta caería 2,5% en el año. El caso minero es emblemático. Dado que ningún nuevo proyecto minero en desarrollo ha tomado el lugar de la enorme mina Quellaveco, culminada a finales del año pasado, se espera una contracción de 18,9% en la inversión en el sector.
Es cierto que hay factores externos que complican la gestión. La inflación se reduce, pero se mantiene relativamente alta y fuerza a la implementación de una política monetaria más restrictiva en el ámbito nacional y global. La conflictividad social afectó mucho la actividad de enero y febrero, y es un riesgo latente. Lo mismo con la amenaza de un fenómeno de El Niño moderado o intenso durante los próximos meses que siga a las fuertes lluvias de marzo. Sin embargo, también es cierto que hasta ahora el Gobierno no ha ofrecido una política económica que permita pensar en un futuro despegue. Más allá de mantener el barco estable (con un Gabinete decididamente superior a los del presidente Pedro Castillo), se siente ausencia de liderazgo económico. Este rumbo de baja intensidad no necesariamente desemboca en una recesión o crisis, pero sí en un aletargamiento que condena al país a crecer a tasas que impiden reducir pobreza, distribuir riqueza o cerrar brechas.
Transcurridos ya más de seis meses desde la toma de mando de la presidenta Boluarte, ¿por qué obras, reformas o siquiera propuestas podría ser recordada su gestión? La promesa de estabilidad es insuficiente. Y este no es un gobierno cualquiera que recibe una economía en desaceleración y falla en reactivarla. Es un gobierno, decíamos, particularmente débil en términos políticos, cuya capacidad de llegar a culminar su período constitucional está siempre en duda. En esa medida, una combinación de erosión política y erosión económica sostenida –con salarios bajos y precios altos– podría eventualmente ser demoledora para la administración.
Nada de esto es inevitable. El Perú mantiene condiciones macroeconómicas muy sólidas, una población considerable en edad de trabajar y proyectos productivos en el horizonte a través de sectores como agricultura, infraestructura, servicios o minería. Lo que falta es la decisión política para echar a andar el potencial dormido de la economía peruana. De esta administración, nada de eso hemos visto aún, y puede ser quizá la que pague más caro su desidia.