Los actores pueden cambiar, pero el drama es el mismo: los miembros de la actual representación nacional parecen tan reacios a sancionar a sus pares como los de cualquiera de las anteriores. Un curioso espíritu de cuerpo que daría la impresión de superar las diferencias entre bancadas ha caracterizado, en efecto, el comportamiento de las tres o cuatro últimas conformaciones parlamentarias sobre este particular. Tan común se ha vuelto de un tiempo a esta parte la política de las indulgencias cruzadas en el Legislativo que el ingenio popular la ha definido a través de una máxima lapidaria: “Otorongo no come otorongo”.
Por supuesto, durante la campaña para las elecciones congresales de este año, las ofertas de un cambio radical a este respecto menudearon, pero una vez acomodados en sus curules los nuevos padres de la patria tendieron a tomarse las cosas con calma. Noventa y cuatro días se tomaron para instalar la Comisión de Ética, mientras los casos que merecían su atención se acumulaban. Y una vez establecida, su tarea consistió –y consiste hasta ahora– en alternar los archivamientos con las dilaciones.
Archivadas fueron, por ejemplo, las investigaciones sobre los 23 representantes de Lima o Callao que cobraron el bono de instalación a pesar de que no les hacía falta instalarse en lugar alguno porque ya vivían en la capital o el puerto. También la de José Luna Morales (Podemos Perú), denunciado ante la referida comisión por retener los aportes de los trabajadores de sus empresas a las AFP o la ONP.
Entre las que se han prolongado más de lo recomendable, por otra parte, está la investigación –iniciada el 8 de agosto– a la congresista Rosario Paredes, elegida en las listas de Acción Popular, por haber presuntamente recortado el sueldo a una trabajadora de su despacho, o las de los parlamentarios que abordaron (con parentela incluida, en algún caso) el vuelo humanitario al Cusco dispuesto por el Gobierno al inicio del estado de emergencia. A la espera de una definición está asimismo, el episodio protagonizado por el legislador Jhosept Pérez (Alianza para el Progreso), quien lanzó coloridas expresiones referidas al presidente Martín Vizcarra en una sesión virtual del pleno.
Ahora han venido a sumarse a la lista de casos que la comisión deberá conocer los del congresista Lenin Checco (Frente Amplio) –acusado de abuso de autoridad, violación a la intimidad y acoso laboral por una exasesora suya– y Orestes Sánchez (Podemos Perú) –denunciado por un extrabajador de su despacho por el supuesto cobro de cupos sobre su sueldo–.
Así, más de 110 días desde la instalación de la Comisión de Ética han transcurrido y no solamente nadie ha sido sancionado, sino que ningún expediente ha llegado al pleno…
Para colmo de males, quien presidía ese grupo de trabajo, el congresista César Gonzales, renunció el mes pasado a su bancada (Somos Perú), por lo que tuvo que dejar el puesto. Y a pesar de que ya tiene un sucesor designado –el representante por La Libertad Mariano Yupanqui–, el cambio no ha sido todavía oficializado.
La desidia, cuando no el desdén, parece presidir la actitud del Legislativo hacia la comisión que nos ocupa y, a juzgar por lo que indican las encuestas sobre la aprobación que recibe ese poder del Estado, la ciudadanía lo ha percibido. La circunstancia de que los actuales parlamentarios no puedan postular a la reelección inmediata, por otra parte, agrava el problema, pues el estímulo para darle un giro a la situación aunque solo sea por quedar bien con los potenciales votantes simplemente no existe.
Eso, sin embargo, no nos disuade de nuestro afán de colocar los reflectores sobre esta reedición del viejo hábito que aquí describimos: la vergüenza ha demostrado operar a veces como un potente agente de cambio y quizás esta sea una de ellas.