El jueves pasado, con 105 votos a su favor, la República Bolivariana de Venezuela logró obtener, junto con Brasil (que obtuvo 153 votos), un asiento en el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, una situación que habíamos advertido en un editorial anterior. Así, el país llanero superó a Costa Rica que, con 96 votos, no logró el objetivo que compartía con otras naciones de bloquear el esfuerzo chavista por hacerse de uno de los dos puestos disponibles en el grupo de trabajo.
La circunstancia, como era de esperarse, ha sido celebrada por el dictador Nicolás Maduro, quien ha calificado el hecho como “una victoria en la ONU” y ha asegurado que “por encima de las amenazas triunfó nuestra diplomacia bolivariana de paz y la libre autodeterminación de los pueblos”. Las frases, al igual que la elección de Venezuela para el Consejo, sin embargo, resultan tristemente irónicas, al emanar de la cabeza de un régimen que ha hecho de la sistemática violación de los derechos humanos su modus operandi.
Como muestra de ello, basta con revisar el informe elaborado por la alta comisionada para los derechos humanos de la ONU, Michelle Bachelet, publicado en julio. El documento, entre otras cosas, da cuenta de las aproximadamente 6.800 ejecuciones extrajudiciales que habrían sido perpetradas por las FAES (Fuerzas de Acciones Especiales de Venezuela) entre enero del 2018 y mayo de este año, así como de las torturas, las detenciones arbitrarias y el uso excesivo de la fuerza para lidiar con las protestas ciudadanas. Además, a todo esto se suma la gravísima crisis humanitaria propiciada por el socialismo del siglo XXI, que ha motivado el éxodo de millones de venezolanos.
No obstante, justamente por lo anterior no resulta sorprendente que la cúpula del poder venezolano considere esta elección una victoria: su presencia en el Consejo de Derechos Humanos le es beneficiosa y, al mismo tiempo, entraña una derrota sin atenuantes para quienes, con justa razón, la han condenado desde su génesis.
Al encontrarse en el seno de un ente que tiene como objetivo “fortalecer la promoción y protección de los derechos humanos en el mundo” y “abordar situaciones de violaciones a los derechos humanos y hacer recomendaciones sobre ellas”, Maduro podrá tener una participación directa cuando el centro del escrutinio sea él mismo. Asimismo, su presencia en el puesto puede significarle una valiosa herramienta de propaganda, toda vez que los incautos podrían interpretarla como una insignia que certifica la inocuidad de la dictadura.
Pero lo que más debe alegrar a Nicolás Maduro y a su cohorte bolivariana es lo que su elección ha significado para sus enemigos. Si en enero, gracias al reconocimiento de buena parte de la comunidad internacional a Juan Guaidó como presidente encargado, el poder del chavismo se notó debilitado, lo del jueves le ha significado una bocanada de aire fresco. Esto último no solo por la victoria per se, sino también por el fracaso de los esfuerzos de Estados Unidos y el Grupo de Lima para evitar que esto ocurra y la derrota de Costa Rica, que recién postuló hace dos semanas con el fin de relegar al país llanero.
En suma, la tesitura ha puesto en manifiesto que las acciones que se están llevando a cabo para hacerle frente a la tiranía chavista aún son insuficientes y que quienes han asumido el compromiso de liderarlas tienen mucho trabajo por hacer y esmero por invertir. Al fin y al cabo, no puede ser que un régimen opresor haya podido amasar más simpatías en la ONU que las democracias que se han dispuesto a combatirlo.
Pero la verdad es que la elección de Venezuela como miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU no puede ser calificada más que como una burla. El hecho es una afrenta para los países que luchan por el respeto a las libertades individuales y una bofetada a todos aquellos que sufren por culpa de la dictadura fundada por Hugo Chávez.