En su mayoría, los ciudadanos no tienen una idea exacta de cuáles son las tareas y responsabilidades de los congresistas. Pueden haber escuchado centenares de veces que sus deberes fundamentales son legislar, fiscalizar y representar, pero eso, al parecer, no les dice mucho. O, por lo menos, no consigue eclipsar la noción imperante entre los votantes de que ellos eligen a esos representantes para que tramiten sus demandas ante el Ejecutivo y aprueben “leyes que favorezcan al pueblo” (una fórmula que frecuentemente expresa la aspiración de que se aboquen a la concesión de beneficios sectoriales). A pesar de lo fundamental que resulta para la vida republicana, la función de contrapeso frente a los gobiernos de turno suele ser mal comprendida y confundida fácilmente con “obstruccionismo”, aun en países con una larga trayectoria democrática. De ahí la baja aprobación que los Legislativos tienen también en esos lugares del mundo.
Cuando se dirige la atención a lo que sucede específicamente con nuestra actual representación nacional, sin embargo, otros motivos para el rechazo asoman. Muchos ciudadanos podrán estar confundidos acerca de lo que les corresponde hacer a los parlamentarios, pero saben perfectamente qué es lo que no tienen que hacer. A saber, incurrir en comportamientos que dejen el claro sabor de que se están aprovechando del cargo. Esto es, procurando para sí mismos granjerías que les garanticen un buen pasar a expensas de los contribuyentes mientras ocupan un escaño.
La validez de esta observación es por supuesto permanente, pero en las últimas semanas ha cobrado particular vigencia por la coyuntura política que atraviesa el país y por la divulgación en la prensa de la adquisición de ciertos bienes y servicios para los congresistas y sus colaboradores más cercanos que, a los ojos de los peruanos de a pie, han lucido como gollerías.
En un contexto en el que hay una gran agitación social en el territorio nacional y una extendida disconformidad con las autoridades que nos gobiernan, los responsables de las adquisiciones antes mencionadas han procedido de manera, por decir lo menos, frívola e insensata. En pocas semanas, en efecto, hemos sabido de gastos relacionados con la comida, los viajes y las comodidades de las que disponen los padres de la patria que han producido indignación en la opinión pública.
El escándalo más sonado probablemente ha sido el de los contratos para los bufets de los días en que debían celebrarse plenos en el Palacio Legislativo y que supusieron un incremento del gasto de almuerzo por congresista de S/15,93 a S/80 soles. Tras una avalancha de críticas frente a la que algunos de ellos llegaron a argumentar que tenían derecho a “comer rico” o que no tenían por qué ser sometidos a una dieta de alfalfa, los contratos fueron dejados sin efecto, lo que confirma su esencial desatino.
Tal escándalo, no obstante, no ha sido el único. Hoy, por ejemplo, este Diario da a conocer también que, a mediados de diciembre del año pasado, en la estela del fracasado golpe de Estado de Pedro Castillo, el Congreso suscribió un contrato por S/312.819 con una agencia de viajes para la compra de 68 pasajes aéreos internacionales. Es decir, en medio de la crisis política, el Parlamento no podía determinar si habría adelanto de elecciones, pero sí los próximos viajes al extranjero de sus miembros durante el año que se iniciaba. A eso hay que añadirle el revuelo causado por la información sobre el gasto de más de S/2,5 millones en el alquiler de estacionamientos privados, así como por la adquisición de televisores LED, de dos pantallas gigantes y de 1.600 metros cuadrados de alfombras en los últimos once meses.
Adquisiciones que comprendieron proveedores y precios que, en más de un caso, han sido cuestionados. Un cuadro, en suma, en el que los miembros de la representación nacional aparecen ante la ciudadanía como ávidos por comer, viajar y holgar, antes que por cumplir el rol que les compete en el buen gobierno de la polis y que, en medio de la crispación social que vivimos, se parece mucho a jugar con fuego.