Ayer el congresista César Gonzales Tuanama, representante por la región Ucayali, renunció a la bancada de Somos Perú por “motivos de conciencia”. Como se sabe, esa misma bancada, que originalmente estaba integrada por once parlamentarios, perdió a principios de este mes a otro de sus integrantes –Rennan Espinoza–, por lo que ahora solo cuenta con nueve.
No estamos hablando, por cierto, de las primeras deserciones en esta representación nacional. Los desbandes –ya sea por renuncia o separación forzada– empezaron en realidad solo once días después de la juramentación de la actual conformación parlamentaria, cuando la congresista Arlette Contreras dejó la bancada del Frente Amplio sin dar una explicación a sus votantes. Luego, Rosario Paredes, representante por Arequipa, fue separada de la bancada de Acción Popular mientras duren las investigaciones que se le siguen por el presunto delito de concusión; y de otro lado, se inició también el proceso de expulsión de Jim Mamani, representante por Ayacucho, del grupo parlamentario de UPP (por conducta “infraterna”).
A estos casos habría que sumarles otros menos claros, como el de la renuncia del representante por Cajamarca Moisés Gonzales al partido APP (no hubo indicación expresa de que lo hacía también a la bancada, aunque en el portal web del Congreso aparece como “no agrupado”) y el de Carolina Lizárraga, representante por Lima, a sus cargos directivos en el Partido Morado. No menos marginal es la situación del representante por Puno de Acción Popular, Jesús Orlando Arapa, frente a cuyas desaforadas declaraciones sus compañeros han expresado en alguna oportunidad un “frontal rechazo”.
En solo seis meses de funcionamiento, pues, el actual Congreso ha sido ya escenario de una diáspora que no tendría nada que envidiarles a las que tanto se criticaron en los anteriores. El problema, por supuesto, es que con estos cíclicos “rompan filas” se defrauda a los votantes que presumieron que los candidatos que postulaban por determinada organización política no solo estaban cohesionados por una misma doctrina, sino que, llegados al Parlamento, trabajarían en equipo para sacar adelante las iniciativas con las que hicieron campaña.
En esa medida, dicho sea de paso, cabría añadir también a este cuadro a las bancadas que votan sistemáticamente de manera dividida frente a asuntos centrales –la vacancia presidencial, el más reciente– y que tratan de validar ese comportamiento con el argumento de que practican la democracia interna. La verdad, no obstante, es que si bien los congresistas no están sometidos a mandato imperativo –y, por lo tanto, no tienen que obedecer a consignas partidarias o de grupo al emitir sus votos–, lo razonable es que los miembros de una organización política lo hagan sostenidamente en el mismo sentido, pues en eso consiste el peso que los electores le confirieron al procurarle una determinada cantidad de representantes en el pleno; y en última instancia, la lógica de mayorías y minorías en el Legislativo.
Sea como fuere, estamos asistiendo a un trance que se produce ritualmente cuando faltan pocos meses para un nuevo proceso electoral: las lealtades institucionales se debilitan para ser desplazadas por las agendas personales. Y es precisamente el carácter reiterado de esas conductas lo que más llama la atención, pues los partidos hacen como si no existiera y, en lugar de obligarse a una selección más cuidadosa de sus candidatos, dejan cada vez más librada al azar la conformación del equipo que habrá de representarlos en el Parlamento.
Hay que anotar, sin embargo, que en el otro lado de la ecuación –es decir, aquel en el que nos ubicamos los ciudadanos que acudimos periódicamente a las ánforas– parece producirse una ceguera similar, pues, sin escarmentar por el modo en que una y otra vez somos defraudados, en muchas ocasiones los votantes volvemos a endosar nuestro respaldo a esas mismas organizaciones.
Abrir los ojos, en ese sentido, sería quizás la más efectiva de las reformas electorales en los comicios del próximo año.