Hasta hace poco, la xenofobia era solo un tema marginal en la campaña presidencial, pero un incidente registrado la semana pasada entre el candidato de Somos Perú, Daniel Salaverry, y un ciudadano venezolano lo ha llevado al primer plano de la noticia. Como se recuerda, el auto en el que viajaba el postulante estaba circulando por el Centro de Lima cuando el mencionado migrante se acercó a increpar a su ocupante por su anuncio de que, de llegar al gobierno, expulsaría a cualquier extranjero que esté en el Perú de manera irregular. “Se acabó. Vamos a implementar una leva con el apoyo de las Fuerzas Armadas”, había dicho poco antes Salaverry. Y también: “Los subiremos en barcos y los bajaremos en el primer puerto que encontremos fuera del país”.
Se produjo entonces un áspero intercambio en la vía pública y el aspirante presidencial llegó a bajarse dos veces del vehículo, sugiriendo que, si la confrontación escalaba, estaba dispuesto a irse a las manos. Y en el momento de mayor exaltación, se lo oyó vociferar: “¡Los voy a expulsar a todos, delincuente de m…!”. Esta última, dicho sea de paso, una presunta condición que Salaverry no tenía cómo confirmar.
Tan aparatoso fue el episodio que no son pocos los que han llegado a pensar que fue montado con el propósito de hacer lucir al postulante que nos ocupa como el mejor exponente de una actitud que no por incivil es menos popular en nuestro país: la creciente hostilidad hacia la presencia venezolana en el territorio nacional.
Auténtica o impostada, sin embargo, la escena no es sino la versión más acabada de un ánimo perceptible en varias de las candidaturas en competencia en este momento. Desde Rafael López Aliaga de Renovación Popular (“La gente está pidiendo a gritos expulsar a venezolanos que están delinquiendo en nuestro país”) hasta Verónika Mendoza de Juntos por el Perú (“¿Quién fue el que abrió nuestras fronteras de par en par? ¿Que convocó con los brazos abiertos a los venezolanos, generándoles una expectativa de que aquí todo iba viento en popa y que teníamos la capacidad para acogerlos?”), pasando por Daniel Urresti de Podemos Perú (“Todos aquellos que no tengan sus documentos en regla, a su casa[…], así tengamos que hacer 30 vuelos de avión todos los días”), diversos aspirantes a llegar a Palacio el próximo 28 de julio han tratado de capitalizar electoralmente una pulsión bastante primaria.
El rechazo hacia el forastero –o, peor aún, la tentación de responsabilizarlo por cualquier problema que pudiera producirse en la comunidad– es un reflejo muy antiguo en la historia de la humanidad. Nada como encontrar un extranjero expiatorio para poder reclamar la vocería de la sociedad a la que se busca representar.
La actitud a la que aludimos, además, se ve reflejada también, aunque de una manera más sutil, en la ausencia de propuestas en los planes de gobierno para enfrentar los problemas que en efecto constituyen las situaciones migratoria y laboral de los venezolanos entre nosotros actualmente. Problemas que, por razones obvias, tienen un impacto importante en las dimensiones de la informalidad y en la contención de la pandemia del COVID-19, pero que al no estar directamente relacionados con una población que pueda acudir a las urnas el 11 de abril, son ignorados.
Pero aunque en primera instancia se trate de un dolor de cabeza cuyo alivio no parece llamado a traducirse en votos, quizás los candidatos deberían considerar que el primero de ellos que dé señas de tomárselo seriamente en lugar de pretender resolverlo con levas y repatriaciones forzosas se mostrará también ante la ciudadanía como un estadista. Y ese es un atributo que, en una carrera tan pobre como la que estamos observando, sería muy estimable.