Como tendencia habitual, el gobierno del presidente Pedro Castillo tiene la predisposición a culpar de abusos o engaños al pueblo a instituciones diversas: un día son los periodistas los responsables de su fallida gestión, a la mañana siguiente puede ser la oposición del Congreso, y para el fin de semana serán los oligopolios y monopolios los que deben responder por el alza de precios global. Pero mientras la lista de enemigos imaginarios del gobierno sigue creciendo junto con su retórica populista, la administración deja convenientemente de lado aquellos conflictos reales que sí demandan su atención urgente.
Uno de los más apremiantes, sin duda, es el que se desarrolla hoy alrededor de la mina Cuajone. Desde hace más de 40 días, unos 5.000 habitantes del campamento minero de Moquegua no tienen agua debido a medidas de fuerza de la comunidad campesina de Tumilaca, Pocata, Coscore y Tala. Como consecuencia de la toma del reservorio, los colegios, centros médicos y otras instalaciones básicas han dejado de operar o lo hacen con dificultad.
Los problemas de salud empiezan a hacerse obvios y graves, pero no hay solución a la vista. Desde finales de febrero, la comunidad tomó no solo el reservorio, sino también la vía férrea para el transporte de minerales. A cambio de la liberación, exigen la astronómica cifra de S/5.000 millones (más que todo el presupuesto anual del Estado para el sector Ambiente, para ponerla en contexto) y el 5% de las utilidades anuales de la empresa Southern Perú Copper Corporation (SPCC) como compensación por el uso de las tierras.
La exigencia tiene más ribetes de extorsión que de negociación legítima, pero el gobierno aún no ha sido capaz de devolver el orden. A mediados de marzo, el acta firmada por representantes de la empresa, del Estado y de la comunidad no fue aceptada por la asamblea comunitaria. Dos semanas después, el titular de la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), Aníbal Torres, convocó una mesa de diálogo que no fue aceptada por los manifestantes.
La situación es preocupante y trasciende a Moquegua. Al igual que los incendios masivos en zonas abiertas, la conflictividad social tiene sistemas de retroalimentación: una vez que empieza la convulsión y se hace claro que no existen fuerzas suficientes para frenarla, esta solo toma más brío y se expande con velocidad. Ese es parte del motivo por el cual la continuidad de la protesta en Cuajone, tomada en conjunto con el paro de transportistas de finales de marzo y otros conflictos recientes deben ser una señal de alerta.
Por lo demás, este no es un año cualquiera. En menos de seis meses se llevarán a cabo las elecciones regionales y municipales, lo que puede anticipar mayor conflictividad. Inescrupulosos aspirantes a cargos públicos pueden encontrar una buena oportunidad de figuración encabezando protestas y fomentando medidas radicales en sus zonas de influencia.
El gobierno no está preparado para enfrentar un contexto convulso, ni parece demasiado interesado en tomarse el asunto en serio. El titular de la Subsecretaría de Gestión del Diálogo en la PCM, un puesto clave para manejar la conflictividad, por ejemplo, es un militante de Perú Libre que, según el programa “Panorama”, tiene antecedentes por secuestro, abuso de autoridad y disturbios.
Así, los ingredientes para una situación social difícil de controlar en los próximos meses están ahí: inflación al alza, comicios subnacionales y un gobierno incapaz de siquiera solucionar la provisión de agua para miles de personas en medio de una protesta que dura ya más de un mes. La advertencia está clara.