El inicio del gobierno de Pedro Castillo ha confirmado muchos de los temores que existían en vastos sectores de la ciudadanía. A la insistencia con el proyecto inconstitucional de convocar una asamblea constituyente y la amenaza del surgimiento de una fuerza paramilitar a partir de la pretendida “incorporación” de las rondas al sistema nacional de seguridad, le ha seguido una escalada de designaciones ministeriales y nombramientos en distintos puestos del Ejecutivo que, por irresponsables o cuestionables por razones éticas, no parecen tener otra explicación que la de ser abiertas provocaciones al Congreso.
La interpretación más extendida sobre esta forma de proceder sugiere que estamos ante el intento de producir en la mayoría opositora de la representación nacional una indignación que la mueva a negarle el voto de confianza al Gabinete Bellido. ¿Para qué? Muy sencillo: con ello, la mitad del camino hacia una posible disolución del Congreso –un ingrediente esencial para la consolidación del régimen que, a juzgar por todos los indicios, se nos quiere imponer– habría sido ya recorrida.
En la medida en que constituye el más eficaz de los frenos institucionales a tales afanes avasalladores, sin embargo, el Parlamento no puede morder ingenuamente ese anzuelo… pero tampoco, por supuesto, quedarse de brazos cruzados ante el copamiento ruin e inaceptable de la estructura del Estado al que estamos asistiendo.
La pregunta central, en consecuencia, es: ¿qué puede hacer el Legislativo para cumplir con su labor de contrapeso del Ejecutivo en esta hora dramática, sin exponerse a ser cerrado por quienes quisieran prescindir de él? Pues, por fortuna, varias cosas.
Por un lado, puede interpelar desde ya –es decir, sin tener que esperar a que el llamado “voto de investidura” se produzca– a los titulares de los sectores en los que hay serios problemas, ya sea por la identidad de quien ha asumido tal responsabilidad o por los nombramientos que ha dispuesto apenas se ciñó el fajín. Esto es, Transportes y Comunicaciones, Trabajo, Relaciones Exteriores, Vivienda, Cultura, Defensa e Interior. Y si las explicaciones que ellos brinden a los cuestionamientos que se les planteen no resultan satisfactorias, hacer lo que en esas circunstancias se hace en toda democracia: censurarlos.
En lo que concierne al presidente del Consejo de Ministros, Guido Bellido, a pesar de los problemas que lo tocan (una investigación fiscal por apología al terrorismo), el procedimiento debería ser distinto. Esto debido a que su eventual censura acarrearía la caída de todo el Gabinete y equivaldría a una negación de confianza. Es decir, pondría al Congreso a solo un paso del trance que se quiere evitar: el de su disolución.
Lo que la representación nacional sí puede hacer, no obstante, es, por ejemplo, modificar la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo y ampliar la lista de incompatibilidades para ejercer cargos en el Gobierno. Una iniciativa para cuya aprobación se requieren 66 votos –cifra a la que la mayoría opositora en el Parlamento podría llegar sin dificultad– y que, aunque fuese luego observada por el Ejecutivo, podría ser finalmente sancionada por insistencia en menos de un mes. Se trataría, además, de una medida positiva en general, que trascendería el manejo de una determinada coyuntura política.
Según se sabe, en el Legislativo se barajan también otras posibilidades igualmente razonables para ponerle coto a la alarmante situación actual, lo cual es saludable. Pero es indispensable que no se pierda la perspectiva del apuro que existe por ponerle coto a un Gabinete insostenible por su incompatibilidad con el sistema democrático.
El escenario en el que nos ha puesto el Gobierno es grave y el señor Bellido demostró ayer, en conferencia de prensa, que no tienen propósito de enmienda. Esta es para el Congreso la hora de demostrar que, a despecho de todo lo que se le atribuye, es un poderoso instrumento para la defensa de la institucionalidad en el país. Una defensa inteligente, por cierto, pero no por ello menos firme.