El lunes, integrantes del grupo autodenominado La Resistencia (un colectivo cuyo único objetivo en la vida, como dijimos hace poco más de un mes, parece ser el de “diseminar la mayor cantidad de odio y mentiras por donde va”) rodeó la librería Primera Parada de Barranco. Estaban allí congregados para sabotear un acto en el que participaba el expresidente Francisco Sagasti a propósito de la promoción de su último libro, vociferando proclamas como “¡fuera los caviares!” y “Sagasti corrupto y asesino”.
No importa que aquellos epítetos que le endilgaban al exmandatario eran, por supuesto, falsos, porque la verdad, ciertamente, no es un asunto que les interese. Lo único que parece importarles, por el contrario, es el griterío. Imponerse no a través de la persuasión, sino del alarido.
No deja de ser simbólico, por ejemplo, que el megáfono se haya convertido en una de sus principales ‘herramientas’ allá a donde van, ni que el blanco de su protesta haya vuelto a ser (como ocurrió en el 2019) una librería. Después de todo, ¿quién –se preguntará usted– podría oponerse con tanta tirria a algo tan inocuo como la presentación de un libro? Pues aquel que, sabiéndose incapaz de contrastar ideas, busca silenciarlas a punta de bramidos.
Aunque algunos traten de confundir las cosas, conviene ser claros al respecto: lo que hacen los miembros de este grupúsculo –aunque ruidosos, no dejan de ser una minoría– no es un legítimo ejercicio de la protesta ciudadana ni de la libertad de expresión. Es intolerancia pura y dura, enmascarada en un envoltorio de matonería para silenciar o intimidar a quienes no piensan como ellos. Es la negación del pluralismo y de las nociones más básicas de convivencia y de respeto. Es, en síntesis, todo aquello que se encuentra en las antípodas de la democracia y de los principios de esta.
Dicho lo anterior, no sorprende que los medios de prensa también hayamos sido depositarios de sus vituperios. El lunes, por ejemplo, el periodista René Gastelumendi fue agredido mientras se encontraba cubriendo los sucesos mencionados líneas atrás. A mediados de setiembre, además, el IPYS emitió un comunicado en el que rechazaba los llamados en redes sociales de integrantes de La Resistencia para atacar al periodista Jaime Chincha, mientras que la Defensoría del Pueblo solicitó a la fiscalía por esas fechas que iniciara una investigación al respecto.
Y hace pocos años, la sede histórica del Centro de Lima de este Diario también fue escenario de uno de sus escraches, como ocurrió también con el local de IDL-Reporteros. Ello, por no hablar de todos los reporteros de diferentes canales que han sido hostilizados por miembros de este colectivo en los últimos años mientras se encontraban haciendo su trabajo. No es nada raro, en realidad, que quienes se dediquen a diseminar mentiras sean, al mismo tiempo, frecuentes agresores de periodistas. Pero ello no le resta gravedad al asunto. Valga la oportunidad también aquí para mencionar que estas no han sido las únicas agresiones contra periodistas que se han registrado en nuestro país en los últimos años y que todas, en general, son condenables.
La pregunta es por qué las autoridades todavía no están actuando. ¿O espabilarán únicamente cuando los insultos degeneren en situaciones peores? ¿O acaso estamos esperando a que alguien resulte herido para que recién entendamos el peligro que entraña esta clase de extremismos? La democracia, aquella a la que La Resistencia pisotea en cada una de sus apariciones, cuenta con los canales adecuados para procesar y neutralizar este tipo de amenazas.
Por lo demás, no conviene olvidar a los políticos que han exhibido su cercanía o su simpatía con integrantes de este grupo sin sentir la menor incomodidad o, incluso, confundiéndose con ellos, como la excongresista de Fuerza Popular Rosa Bartra.
Para quienes creemos en la democracia, la verdadera resistencia es aquella que se libra contra los extremismos, contra los discursos que, ya sea que provengan de derecha o de izquierda, buscan esparcir su intolerancia recurriendo a los gritos y a las invectivas.