Hubo un tiempo en el que las vísperas de las Fiestas Patrias estaban asociadas a la llegada de los circos y los cambios ministeriales. De alguna forma, en realidad, las dos tradiciones parecían ser una sola. Pero en el Perú de nuestros días ya no hay espacio para las tradiciones. Los circos llegan en Semana Santa y a los ministros no los mueve ni el más clamoroso de los casos de torpeza o incompetencia. Menos todavía en estas fechas. Por último, además, si por razones azarosas el Congreso hubiera forzado recientemente la salida de algún miembro del Gabinete, el Gobierno se las arregla para traerlo de regreso y entregarle alguna nueva responsabilidad en la que pueda exhibir sus opinables talentos. Los ejemplos están a la vista. Tras el escándalo desatado por la visita del grupo La Resistencia a la instalación pública que todos identificamos con la abreviación MinCul, a la señora Leslie Urteaga, principal responsable del pliego, no la han medido con la misma vara que a su ahora ex viceministro Juan Reátegui y la han dejado bien sentada en su puesto (aunque conectada a un respirador artificial) y a doña Rosa Gutiérrez la acaban de retirar del exilio político al que partió hace poco para colocarla en la presidencia de Essalud con la aparente esperanza de que replique allí los prodigios que operó en el Ministerio de Salud.
–Discreto sapo–
Pero vayamos por partes. Detengámonos un momento en el episodio que concierne a la titular del portafolio de Cultura, porque es el que más nítidamente presenta las características del fenómeno que aquí queremos poner de relieve. ¿Qué es, para empezar, La Resistencia? Un grupo de fulanos que cultiva el hábito deplorable de hostigar con gritos, insultos y acciones ocasionalmente más violentas a los que, a su modo de ver, impulsan en el país una agenda izquierdista o, más precisamente, “caviar”. Excongresistas, periodistas y fiscales han sido víctimas de su matonería, levantando una razonable ola de indignación en sectores de la opinión pública que, paradójicamente, guardan silencio cuando el mismo trato abusivo les es dispensado por turbas semejantes a personas de un signo político distinto.
Ocurrió esta semana que un piquete de estos cruzados de la intolerancia consiguió ser recibido en el Ministerio de Cultura y, al difundirse la noticia, ardió Troya. La mismísima responsable de la cartera, Leslie Urteaga, salió sin embargo a defender la cita. “Creemos firmemente en el diálogo, en que hay que conversar, [en] que para cambiar actitudes tenemos que escucharnos. Si rechazamos o decimos que no podemos conversar, desde el Estado estamos cerrando puertas, las entidades son de todos”, declaró muy convencida.
Un poquito más arriba en el organigrama del Ejecutivo, no obstante, mostraron pronto disconformidad con su visión de las cosas. El premier Otárola, concretamente, manifestó frente a la prensa que el Gobierno deploraba “cualquier iniciativa que pretenda normalizar una situación de violencia producida por personas y agrupaciones que agreden la dignidad y seguridad de cualquier ciudadano”. Y anunció que se había dispuesto la salida del viceministro de Interculturalidad, Juan Reátegui, entendiendo que había “una responsabilidad claramente política” en el desaguisado. Una observación bastante lógica, a decir verdad, pero tocada por una inconsistencia fundamental. ¿Si existía una responsabilidad política en lo sucedido a quién le correspondía asumirla? ¿A la representante política de esta administración en ese ministerio o al funcionario que secundaba su gestión? ¿A la jefa o al subalterno? ¿A la ministra o al viceministro? Pues es evidente que a la primera; máxime si ella misma había defendido el encuentro. Si además querían mocharse a su adlátere, podían, pero no sin antes haber encabezado la lista de cesantes con el nombre de la ministra.
Como se sabe, no fue eso lo que pasó, y la señora Urteaga sorteó el ingrato trance poniendo cara de palo y deglutiendo un discreto sapo. “Reconozco que ha sido un error”, recitó al día siguiente. Y luego, con singular cuajo, añadió: “Yo asumo mi responsabilidad política”. ¿Ah, sí? ¿Dónde? ¿Cuándo? Ha de haber sido en un mundo paralelo, porque en este sigue despachando desde las oficinas del MinCul.
El jefe del Gabinete, Alberto Otárola, por su parte, demostró haber sido el artífice de la operación de salvataje, pues al ser requerido por los medios acerca de la curiosa diferencia de trato que aquí describimos, masculló con incomodidad: “La ministra ha dicho lo conveniente; se han tomado las decisiones del caso”. Una pieza de desvergüenza y un torpe capotazo para prolongarle la vida a una ministra que, según parece, el Congreso se encargará de todas maneras de despachar.
–Ni uno menos–
Si a eso le sumamos el mencionado retorno de Rosa Gutiérrez a un tipo de tarea para el que ya mostró poca motricidad fina y la negación que practican en las dos alas de Palacio acerca de las sombras que se ciernen sobre la permanencia de Daniel Maurate en Justicia, lo que descubrimos es que en el Ejecutivo existe también un grupo que practica la resistencia. La resistencia o renuencia a desprenderse de ministros que representan para el Gobierno un enorme costo sin beneficio que lo contrapese a la vista. Pero no hay que preocuparse demasiado: las razones de tan desconcertante comportamiento se las van a exigir seguramente al premier Otárola en su próxima entrevista en TV Perú y el misterio quedará resuelto.