Con prescindencia de la postura política que uno defienda, si se es intelectualmente honesto, no se puede negar que los últimos 30 años han supuesto una significativa mejora en todos los indicadores económicos existentes. La pobreza pasó de 58,7% en el 2004 a 20,6% en el 2019, el presupuesto público aumentó en 400% en los últimos 20 años y el crecimiento económico ha sido constante.
Sin embargo, la relativa bonanza que el país ha gozado desde los noventa ha venido enfrentándose a algunos problemas, lo suficientemente graves como para poner en peligro el sistema que la propició, como la ralentización del crecimiento en los últimos años y el descontento ciudadano. Todo ello, además, ha sido atizado por la pandemia que, así como ha expuesto las deficiencias de nuestro sistema sanitario, ha llevado a un aumento significativo de la pobreza el año pasado (de casi 10%).
En corto, mientras que el PBI ha aumentado, la clase media se ha ensanchado y nuestra escrupulosa prudencia macroeconómica nos ha transformado de parias internacionales a un país potable para las inversiones, nuestros compatriotas más vulnerables no han visto mejoras considerables en su calidad de vida. Los colegios para sus hijos se caen a pedazos, las postas no cuentan con las herramientas necesarias para atenderlos y, en general, las oportunidades que el Estado debería garantizarles simplemente jamás se han materializado. De hecho, el COVID-19 solo ha echado leña al fuego de problemas que ya estaban ahí, con la reacción ciudadana desembocando en un balotaje que se disputará entre dos opciones asociadas con extremos del espectro político.
En otras palabras, mientras el modelo económico nos dio toneladas de limones, nuestras autoridades, en lugar de hacer limonada, se los metieron a los bolsillos o simplemente los dejaron pudrirse. Una circunstancia inadmisible que no solo concierne al Gobierno Central, sino también a los gobiernos regionales, a los municipios y al Congreso de la República (que, como ha demostrado en el último año, puede destruir más de lo que construye). Así las cosas, gane quien gane el próximo 6 de junio, si no se apuesta por darle a la ciudadanía servicios básicos, a la altura del crecimiento económico que con tanto ahínco hemos conseguido, no se logrará nada.
Se necesita, pues, una revolución, una que se nutra de todo lo bueno que hemos hecho para cumplir todo lo que nos ha faltado y nuestros líderes han descuidado. La apuesta por sistemas fallidos estatistas que ahuyentan la inversión privada, o la “necrofilia ideológica” (frase de Moisés Naím explicada ayer en una entrevista a este Diario), no va a traer resultados que antaño no pudieron conseguir; es más, seguro lograrán todo lo contrario, al punto de que perderíamos todo aquello que ya se logró. Empero, la quietud tampoco nos va a llevar lejos. Aunque mantener el modelo económico es clave para garantizar nuestro desarrollo, que todo lo demás se quede igual solo nos suspenderá en un círculo vicioso en el que el hastío de la gente se seguirá acumulando.
En fin, si algo explica el malestar registrado en el Perú y en otros países de la Alianza del Pacífico, es el abandono. El éxito de sistemas que propician el libre mercado, la libre iniciativa privada y el rol subsidiario del Estado jamás va a ser creíble para la ciudadanía si este último ingrediente no se cumple, si el sector público permanece ahogado en la corrupción y en la ineficiencia. Si la educación de un niño está condicionada a que camine horas a la intemperie para llegar a un colegio en ruinas o si la vida de un adulto mayor depende de la fortaleza física de quien pueda llevarlo a cuestas a un hospital sin camas.
Hay riqueza y, si no la hay, sabemos cómo crearla pues lo hemos hecho mejor que muchos en los últimos 30 años. No hay fórmulas secretas ni revolución romántica que valgan. Las mejoras no las traerán el continuismo y menos el estatismo. Se requieren inversión, trabajo y autoridades a la altura de las ambiciones y necesidades de los peruanos.