Ha pasado un año, cinco meses y cinco días desde que se registró oficialmente el primer caso de COVID-19 en nuestro país. En el camino, más de 2 millones de compatriotas se han contagiado y más de 197 mil han muerto. Todo en dos olas epidemiológicas que delataron las debilidades de nuestro sistema de salud y las limitaciones de nuestras autoridades. Y es muy probable que en las próximas semanas enfrentemos una tercera.
El Ministerio de Salud espera que en setiembre se inicie el recrudecimiento de la pandemia y las estimaciones hechas por el Centro Nacional de Epidemiología, Control y Prevención de Enfermedades (CDC) describen un escenario siniestro, en el que las consecuencias de la enfermedad serían aún más dramáticas que las enfrentadas en meses anteriores. Se calcula, por ejemplo, que este nuevo repunte dejaría entre 67.292 y 115.189 muertos y como mínimo 2,4 millones de infectados.
Pero esta eventual tercera ola nos alcanzaría en una situación muy distinta a las anteriores. En primer lugar, ya se han aplicado más de 15 millones de dosis de la vacuna y, como señaló a este Diario el exministro de Salud Óscar Ugarte, aunque aún estamos lejos de la inmunidad de rebaño, “los más susceptibles y expuestos son los más protegidos”. Una circunstancia que podría significar que los fallecimientos totales se acerquen más al lado conservador.
En segundo lugar, es evidente que, a estas alturas, los peruanos hemos aprendido a convivir con el patógeno. Lamentablemente, ello ha supuesto que muchos ciudadanos enfrenten la situación con excesiva confianza, en detrimento de la prudencia que la epidemia demanda. Pero lo aprendido en el último año, más que para descuidarnos, nos debería servir para saber qué tenemos que hacer. Como usar correctamente las mascarillas, mantener el distanciamiento social y lavarnos meticulosamente las manos.
Sin embargo, existe un tercer factor que es, quizá, el más importante: tenemos un nuevo jefe del Estado. Curiosamente, cada ola de la pandemia nos ha alcanzado con un presidente distinto. Martín Vizcarra lideró la lucha contra la primera, con una cuarentena larga y draconiana que hizo poco por frenar el esparcimiento del virus y mucho por perjudicar nuestro tejido económico. Asimismo, se supo luego que se vacunó clandestinamente junto con su esposa, con dosis que no le correspondían. Francisco Sagasti, por su lado, encabezó el manejo de la epidemia durante la segunda ola, instaurando un mes de cuarentena en febrero e impulsando un programa de vacunación que, en honor a la verdad, merece nuestro reconocimiento –especialmente tras el fiasco de su predecesor–.
Pedro Castillo tendrá que enfrentar un nuevo capítulo de esta tragedia y es claro que no la tendrá fácil. Para empezar, algunas de sus promesas de campaña limitan su rango de acción, como cuando dijo: “Tenemos que terminar con este encierro. Basta de cuarentenas. Que se abran las escuelas, que se abra el comercio […]”. Una posición que ya supone una contradicción con su ministro de Salud, Hernando Cevallos, quien ha dicho que “todas las medidas de aislamiento que sean necesarias se van a tener que tomar”. Así las cosas, lo que vaya a hacer el Gobierno es todavía una incógnita.
De la misma manera, es importante recordar que el mandatario presentó ante el Jurado Nacional de Elecciones un documento como plan de gobierno en el que el COVID-19 ni siquiera estaba mencionado. Y, a juzgar por la precariedad de las nominaciones que viene haciendo el Ejecutivo, todo parece indicar que sus prioridades están más concentradas en extender su influencia sobre el Estado que en remediar los problemas más urgentes del país.
En todo caso, si Castillo no tiene una idea clara de cómo lidiar con una eventual tercera ola, debería empezar a evaluarlo de una vez, so pena de que los vaticinios más pesimistas de las autoridades se concreten. Mientras tanto, los ciudadanos tendremos que cuidarnos como ya sabemos hacerlo. Sin bajar la guardia.