Desde el comienzo, este Diario advirtió sobre el efecto que las denuncias de malas prácticas en el Gobierno podía tener sobre la demanda de rendición de cuentas. Prácticamente no ha transcurrido una semana de los últimos siete meses sin que estalle algún escándalo relacionado a nombramientos indebidos, acusaciones de corrupción o captura de instituciones cercanas al Poder Ejecutivo. Este efecto es tan perverso como paradójico: la seguidilla de destapes impide que cualquiera de estos permanezca demasiado tiempo debajo de los reflectores de la opinión pública y madure como corresponde. Rápidamente, un nuevo escándalo ocupa su lugar y el proceso vuelve a empezar sin mayores consecuencias.
La lista de indicios de corrupción incluye, por ejemplo, el hallazgo de US$20 mil en el baño de Palacio de Gobierno, propiedad del entonces secretario general del Despacho Presidencial Bruno Pacheco, las denuncias contra el presidente Pedro Castillo por los supuestos delitos de patrocinio ilegal y tráfico de influencias en la licitación del puente Talara III, luego anulada, y que habrían motivado la destitución del procurador general del Estado, Daniel Soria, la irregular adjudicación de contratos de compra de biodiésel –a cargo de Petro-Perú– posterior a reuniones de los contratistas beneficiados en Palacio de Gobierno, y varias irregularidades más imposibles de registrar en este espacio. Hasta ahora, sin embargo, el presidente –por un motivo u otro– no se había sentido suficientemente presionado a dar explicaciones. Este panorama, sin embargo, cambió ayer.
Karelim López, lobbista relacionada a varios de los entuertos mencionados líneas arriba, se presentó el pasado viernes 18 de febrero como aspirante a colaboradora eficaz ante el Ministerio Público. En su declaración, López describió un entramado de mafia y corrupción que habría tomado el MTC y el Ministerio de Vivienda para beneficiarse en el direccionamiento de obras mediante la ocupación de puestos claves en el sector. Entre los involucrados se contarían, siempre según López, Bruno Pacheco, el empresario chotano Abel Cabrera Fernández, Zamir Villaverde (vinculado a la casa del pasaje Sarratea, cuya lista de visitantes seguimos esperando), los sobrinos del mandatario, Fray Vásquez Castillo, Gian Marco Castillo Gómez y Rudbel Oblitas Paredes, el ministro Juan Silva Villegas y el propio presidente Castillo. La acusación involucra también a dos empresas y a cinco congresistas de Acción Popular. Karelim López, por su lado, confesó que es autora del delito de lavado de activos.
Conocidas las imputaciones ayer, el presidente Castillo reaccionó con destemplanza. Desde Madre de Dios, acusó “al grupo de poder económico que pertenece a este sistema y que no quiere que atendamos a los pueblos” de estar detrás de las declaraciones de López. Luego, demostrando un desconocimiento de los procesos internacionales, mencionó que pediría activar la Carta Democrática Interamericana –que poco o nada tiene que ver con las acusaciones que penden sobre él y su gobierno–. En su pobre estrategia de victimización (de la que ha echado mano reiteradas veces durante su administración), culpó también a “la prensa monopólica” de generar especulaciones “contra el Gobierno del pueblo”.
La situación del presidente Castillo ha llegado al límite. Ni la prensa ni la oposición política ni el empresariado ni ningún actor más que el propio Gobierno tienen responsabilidad sobre este descalabro. A diferencia del resto de imputaciones, las declaraciones de López son demasiado comprometedoras y, dados los otros indicios mencionados aquí, verosímiles como para ser ignoradas y descartadas por Castillo como parte de una supuesta conspiración contra el Gobierno. Si bien estas aún deben ser corroboradas con evidencia firme, las acusaciones vertidas son de tal severidad que deben de poner fin al proceso de pasar por agua tibia la sucesión de indicios de corrupción. El presidente debe responder y no seguir haciéndose la víctima. Esa estrategia ya no puede servirle más.