El país estuvo pendiente durante este año de la coyuntura política nacional a partir de las elecciones generales y sus resultados. En la primera mitad del 2021, fueron las campañas presidenciales y congresales las que captaron la atención de la ciudadanía, mientras que, a partir de julio, la accidentada y controversial gestión del presidente Pedro Castillo viene acaparando con justicia los titulares. Si bien el Congreso ha tenido su cuota de irresponsabilidades y deslices, la lamentable regularidad de los destapes en el Ejecutivo ha sido inédita: este Diario contó nada menos que 87 escándalos en apenas cinco meses.
Esta trayectoria ininterrumpida ha logrado opacar otro asunto que reviste una importancia similar y que debería cobrar mayor notoriedad durante el 2022. Entre el 2019 y octubre del 2021, 18 gobernadores regionales han sido investigados, detenidos o sentenciados por delitos como colusión, peculado, cohecho, falsedad ideológica y genérica, homicidio culposo, entre otros. El caso de Elmer Cáceres Llica, gobernador de Arequipa detenido a fines de octubre, ha sido el más notorio de los últimos meses, pero es un punto más en una estructura sistemática y predecible de corrupción endémica. Además, El Comercio identificó que al menos 52 funcionarios de ocho gobiernos regionales son investigados por direccionamiento de compras, contrataciones irregulares, tráfico de influencias, malversación de fondos, enriquecimiento ilícito, organización criminal y violación de medidas sanitarias durante la pandemia.
Es hora de hablar fuerte y claro al respecto. La regionalización ha fracasado. El proceso político que empezó durante el gobierno de Alejandro Toledo nació con la esperanza de acercar el Estado al ciudadano, fortalecer el contrato social y mejorar los servicios públicos. Dos décadas después, este esfuerzo no ha dado los frutos esperados y ha descentralizado la corrupción y la ineficiencia. Ni siquiera sus más entusiastas adherentes pueden dejar de reconocer que la descentralización tiene problemas muy serios para ser ignorados y merece una revisión exhaustiva.
Sin embargo, en vez de ir corrigiendo los errores y limitaciones que saltaban a la vista, el juego político los agravó. La prohibición de reelegir gobernadores y alcaldes que puedan estar haciendo una buena labor quitó la posibilidad de premiar a los buenos cuadros y fomentar una carrera política desde las bases distritales y provinciales. Al mismo tiempo, las transferencias de recursos a aquellas zonas con canon y regalías sin exigir un correlato en cierre de brechas agravaron las desigualdades, dilapidaron recursos y permitieron que los cargos de elección popular se transformasen en botines para pillos comunes y grupos criminales organizados.
Los principales responsables del desorden y la disfuncionalidad que han plagado la política subnacional son los partidos políticos. En primer lugar, debido a que son estas organizaciones las que hacen y deshacen en el Congreso las reglas del juego político. Y, en segundo lugar, porque depende de los partidos la oferta de candidatos que participan en los comicios cada cuatro años.
Las elecciones subnacionales de octubre próximo definirán a los responsables de ejecutar seis de cada diez soles destinados a inversión pública en todo el territorio nacional. Los partidos políticos no pueden seguir rehuyendo a la responsabilidad de presentar a candidatos adecuados a la contienda, ni a hacerse responsables cuando estos son acusados de faltas graves. Quizá más relevante aun: a pesar de las presiones políticas, los partidos deben reconocer de una vez por todas que el modelo de descentralización no funciona, y empujar una manera más efectiva de acercar el Estado y sus servicios a los ciudadanos, esta vez sin criminales de por medio.