En una entrevista publicada días atrás en este Diario, el presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, estimó que “es muy pronto para hablar de fracaso” con respecto al estado de emergencia que el Gobierno declaró el pasado 19 de setiembre en los distritos limeños de San Juan de Lurigancho y San Martín de Porres, así como en siete localidades de la provincia piurana de Sullana (y que luego hizo extensivo a Lince y el Cercado de Lima). “Esto va a tener que evaluarse cuando concluyan los 60 días [de duración de la medida]”, sentenció.
La verdad, no obstante, es que transcurridos más de dos tercios del tiempo que el propio Ejecutivo se concedió para cambiar la grave situación de inseguridad en esos lugares, no es aventurado adelantar un juicio sobre la eficacia de tal declaración. La situación sigue siendo grave y, aunque las cosas podrían siempre mejorar en los próximos 15 días, nada parece indicar que eso vaya a suceder.
De acuerdo con el jefe del Gabinete, la delincuencia en los distritos aludidos ha disminuido en un 18%, pero si no muestra cuadros comparativos y cifras oficiales sobre el particular, lo dicho no pasa de ser una afirmación lanzada al aire. Lo que sí se sabe a ciencia cierta, en cambio, es que, con posterioridad a la declaración de emergencia, no menos de 10 muertes violentas se han producido en San Juan de Lurigancho y que, en San Martín de Porres, dos extranjeros y un militar han sido también asesinados. Esto aparte de los episodios en los que se han seguido utilizando granadas para intimidar a los dueños o los asistentes a determinados locales comerciales de esas circunscripciones, con la presumible intención de intimidarlos con fines extorsivos.
La criminalidad, además, ha continuado creciendo en la capital y en el país en general, al punto de haber desatado situaciones en las que la gente busca protegerse o hacer justicia por sus propios medios, lo que automáticamente se convierte en una guerra de pandillas. Hace dos días, por ejemplo, grupos de personas encapuchadas y premunidas de palos y piedras recorrieron calles de Ate, El Agustino, La Victoria y el Cercado de Lima con la intención de expulsar a los extranjeros que se dedican al cobro de cupos a comerciantes y mototaxistas en esas zonas. De hecho, a lo largo de su marcha, quemaron vehículos usados por los presuntos delincuentes foráneos para cometer sus fechorías, y en la cuadra 3 de la avenida Riva Agüero protagonizaron un enfrentamiento violento con las bandas que ellos conforman. Para separarlas, finalmente, la policía tuvo que hacer disparos al aire.
El cuadro es, por supuesto, alarmante, pero nadie puede sorprenderse de que hayamos llegado a estos extremos. Desde que se declaró el estado de emergencia en los lugares en donde hoy rige, múltiples voces advirtieron sobre la naturaleza más bien cosmética de la medida. Apostar a miembros de las Fuerzas Armadas en ciertas calles de un distrito y pedir documentos a los parroquianos ocasionará seguramente que en esas vías los asaltos y los asesinatos dejen de ser pan de todos los días, pero no impedirá otros crímenes, como la extorsión o la estafa. Y en los alrededores de las áreas militarizadas, todos los otros delitos seguirán floreciendo a sus anchas.
Sin un trabajo de inteligencia previo, por otro lado, las intervenciones que permite la suspensión de ciertas garantías constitucionales se convierten simplemente en la ocasión de potenciales abusos. Ese tipo de trabajo y el equipamiento adecuado de la PNP constituyen la receta que los especialistas en materia de seguridad le recomiendan desde hace tiempo al Gobierno, pero este hace oídos sordos y prefiere esperar que se cumplan los 60 días de vigencia de la emergencia para enfrentar un balance que se prevé negativo. La alta informalidad, por otro lado, tampoco parece incordiar al Ejecutivo, cuando esta es un terreno fértil para el delito con negocios que pueden ser fácilmente permeables por la criminalidad o sucumbir a las garras de esta. Los diagnósticos tempranos no son una forma de torturar a los pacientes; suelen servir, más bien, como una guía para que estos tomen medidas que eviten el agravamiento de los males ya presentes en su organismo. En el Gobierno, sin embargo, no se enteran.