En muchos de los casos de corrupción desarrollados por el Ministerio Público en contra de prominentes figuras políticas, los fiscales han encontrado vacíos que les impiden presentar acusaciones a prueba de balas. Sea porque la figura legal es forzada, porque los testigos escasean o porque no se ha podido probar fehacientemente la ruta del dinero, las carpetas fiscales parecen en ocasiones incompletas o antojadizas.
La excepción obvia a esta dinámica es el caso del expresidente Alejandro Toledo. Es difícil encontrar, en la historia reciente, una acusación tan contundente como la que pesa en contra del exlíder de Perú Posible. Por ello, esta semana el juez Richard Concepción Carhuancho dispuso el inicio del juicio oral por la irregular licitación de los tramos 2 y 3 de la carretera Interoceánica a la empresa Odebrecht y sus consorciadas.
La decisión es un hito más en un proceso que ha tardado demasiado (los crímenes imputados se habrían cometido hace casi 20 años) debido, principalmente, a la fuga de Toledo hacia los EE.UU. y al tiempo que demanda la extradición. El Ministerio Público pide 20 años y seis meses de prisión para Toledo, mientras que la Procuraduría Ad Hoc para el Caso Lava Jato ha solicitado S/1.800 millones y US$400 millones como reparación civil. Se incluye en la acusación a otras seis personas vinculadas a las licitaciones y a diversas empresas involucradas en el entramado.
La historia que ha reconstruido la fiscalía tiene todos los elementos necesarios para verificar que, más allá de toda duda razonable, el exmandatario sería culpable de los delitos de colusión y de lavado de activos. Tiene declaraciones de testigos directos responsables de los estudios de factibilidad de los proyectos en cuestión. Tiene admisiones de quienes desembolsaron las coimas y de quienes las recibieron a nombre de Toledo. Tiene sus huellas en todo el proceso de elaboración de bases, licitación y adendas. Tiene el registro de movimientos detallados por millones de dólares en empresas ‘offshore’ y en compras inmobiliarias a través de su suegra. En suma, tiene 1.135 pruebas de la fiscalía admitidas por el juez: más de 600 pruebas documentales, más de 100 pruebas testimoniales, diversos documentos periciales, etc.
La fiscalía está, pues, en plena capacidad de probar, paso a paso, la ruta de la corrupción de Toledo. Ello desmerece totalmente sus inadmisibles excusas respecto de supuestas motivaciones políticas detrás de sus acusaciones. El expresidente dilató hasta el absurdo un proceso de extradición imposible de remontar por la contundencia de las pruebas. Si hay algún caso de corrupción absolutamente sólido, desde su concepción hasta el ocultamiento final del dinero, ese es el de Toledo.
Este es un triste final para quien en algún momento simbolizó la lucha contra la corrupción de los años finales del régimen fujimorista. No tanto por su destino personal –los ciudadanos ya habían perdido la simpatía por él, y con razón, hacía mucho tiempo–, sino por lo que representó en su momento. Pero es un mensaje claro para quienes se aprovechan de su posición de poder para asociarse con corruptos y desfalcar al Estado.
En medio de un panorama de deterioro institucional progresivo y generalizado como el que se vive hoy, el caso de Toledo parece ser más bien un ejemplo de que la justicia en el Perú puede tardar, pero llega para todos, y más aún cuando las huellas del crimen son evidentes sin esforzarse demasiado.