Los debates organizados por el JNE de los tres últimos días sirvieron para ver de cerca a los distintos aspirantes presidenciales y colocar sus virtudes y defectos bajo una lupa de aumento. A tan poco de la cita con las urnas, todo tiende a magnificarse en la forma en que se llevan adelante las campañas y lo que podía haber parecido hasta ahora un detalle marginal se revela de pronto como un factor determinante.
Fue muy elocuente, en ese sentido, la actitud de uno de los asistentes al debate del martes que, apenas tuvo el uso de la palabra, anunció que se retiraba del evento en son de protesta. Una supuesta manipulación del pueblo ejercida desde hace 30 años por las encuestas y los medios para promover a “sus candidatos” fue, según dijo, la razón de su decisión. “En estas elecciones, mi candidatura y las de otros contendores han sido ninguneadas”, sentenció antes de abandonar la sala.
Resulta paradójico, desde luego, que dijera tal cosa precisamente en un contexto en el que estaba a punto de enfrentarse con varios de sus contrincantes en explícita igualdad de condiciones –debía responder sobre los mismos temas que ellos y disponiendo de igual tiempo– y con una cobertura mediática importantísima. Pero en realidad no sorprende, pues se trata solo de la recitación de un viejo tópico. O dos.
Las encuestas y los medios son, en efecto, los eternos culpables de la mala fortuna de los aspirantes a Palacio que no dan fuego en la competencia o resienten los reflectores que muestran al público lo que ellos querían mantener disimulado. Si los sondeos no les sonríen, es porque están trucados y responden a intereses oscuros que tratan de inducir a la población a votar en contra de sus intereses. Y si la prensa expone los episodios turbios de sus trayectorias o pone en evidencia sus contradicciones, es porque es “mermelera” y tiene vínculos con la corrupción.
Se trata, por supuesto, de argumentos deleznables porque ni las encuestadoras están interesadas en arruinar su prestigio profesional presentando cifras que la estadística no sostiene (y los resultados electorales luego desmentirán), ni los medios están en capacidad de forzar el voto por tal o cual postulante que la gente rechaza. Pero la teoría de la conjura de los otros como explicación de los propios defectos es siempre útil para rehuir el debate o las preguntas incómodas.
¿Quiénes son esos “otros”? Pues “los poderosos”, “los grupos económicos”, los “asalariados” de algún personaje internacional con una agenda secreta… Usted escoja. Lo importante es que permanentemente estén conspirando para alejar a los peruanos de lo que realmente les conviene.
Es más digerible, por otro lado, explicarse el ninguneo de la opción política que uno encarna a partir de una hipotética ojeriza de los medios o las encuestadoras que asumiendo las limitaciones del mensaje que se ha tratado de transmitir a los ciudadanos para persuadirlos de ofrecer su respaldo en las ánforas.
El problema, no obstante, es que luego la fecha de las elecciones se acerca y sostener la fantasía se hace difícil. Los que decían no creer en los sondeos profesionales y preferir la promesa de popularidad que recogían en la “encuesta de la calle” ven con angustia la llegada de la prueba ácida del sufragio, y los que trataban de quitarles el cuerpo a los cuestionamientos sobre sus planteamientos o su biografía comprenden que, más temprano que tarde, tendrán que responderlos. Y entonces recurren a gestos destemplados como el que motiva este comentario.
¿Premian ese tipo de actitudes extremas o desesperadas a quienes las adoptan? Pues la historia sugiere que no (la suerte de una aspirante presidencial que no tuvo éxito en el 2016 y se pasó los siguientes años responsabilizando a la prensa de su derrota es aleccionadora al respecto). Y es mejor que así sea, pues si se comportan ante la adversidad de esa manera cuando son candidatos, ¿qué cabría esperar de ellos si llegasen a ser gobernantes?