El gabinete liderado por Alberto Otárola experimentó un sorpresivo cambio de integrantes el último domingo. Las cuatro adiciones tienen poca novedad. Si bien consolidan el peso del primer ministro en la toma de decisiones dentro del Ejecutivo, no lo terminan de sacar de la situación complicada en la que se encuentra: impopular, con serios problemas de gestión y sin un claro norte más allá de la lograda sobrevivencia.
Por aspectos coyunturales, la ceremonia de juramentación de los cuatro nuevos ministros fue opacada por la llegada de Alejandro Toledo, el hecho noticioso más importante del fin de semana. Difícil competir con un caso que involucra a un exmandatario en actos de corrupción.
De las carteras renovadas, la mayoría carece de significancia política, aunque en otros momentos y circunstancias han representado un peso relevante. De hecho, ministros como Jaime Saavedra en Educación o Mercedes Araoz en Comercio Exterior y Turismo –por nombrar dos– han tenido una marcada relevancia en otras circunstancias. Hoy, en cambio, parecen sectores de poco peso político.
Lo anterior no había impedido que el saliente ministro de Educación, Óscar Becerra, se convirtiera en uno de los principales voceros gubernamentales con las implicancias que tenía la estridencia con la que se solía manejar. Los demás, en cambio, nunca llegaron a tener un perfil alto.
Entre los recientemente estrenados, Daniel Maurate (Justicia) y Juan Carlos Mathews (Comercio Exterior y Turismo) presentan experiencia ministerial y viceministerial, respectivamente, aunque en sectores distintos a los actuales: Maurate en el MTPE y Mathews en Produce.
De Maurate debería esperarse algo más de peso en el frente internacional, que tiene como principal tema de presión las denuncias por violaciones a los derechos humanos. Lo que se tiene hasta ahora, en cualquier caso, son algunas denuncias que podrían convertirlo rápidamente en un pasivo.
Otárola consolida su liderazgo en el espacio gubernamental, fortalecido tras la salida de antiguos colaboradores de Boluarte, sin que quienes llegaron algunas semanas después representen aún una amenaza seria. No parece haber alguien que le haga sombra.
Habiendo cumplido cuatro meses en el cargo, Otárola tiene pendiente consolidar una agenda mínima. Podría pensarse que la inicial era instalar la paz social tras las protestas de finales del 2022 e inicios del 2023. Pero difícilmente puede prolongarse el mismo ánimo por tres años más, a pesar de un entorno muy propicio para que el régimen pueda perdurar hasta el 2026.
Esa agenda mínima seguramente se verá impactada por el principal pasivo que arrastra el Gobierno: las muertes en las protestas. El tema es sensible en el frente internacional, en el que la condena a las presuntas violaciones a los derechos humanos parece mayor y más sostenida que dentro del territorio nacional.
Si sirve como referente, Otárola presentó un ambicioso plan de nueve ejes ante el Congreso el 10 de enero. Entre ellos, incluía dos aspectos que hoy parecen ausentes: la concertación política y el relanzamiento de la economía. ¿Existe alguna voluntad para retomarlos?
En aquella ocasión, Otárola presagiaba un plazo más breve, quizás con la idea de ser un gobierno de transición. Al cierre, dijo: “Esta exposición de la política general de gobierno puede ser considerada ambiciosa, pero nadie podrá negar que es sincera y posible. Es una oferta real y concreta de nuestra acción política en marcha para los próximos 18 meses (sic), en beneficio de todos los peruanos”.
¿Resultó el primer ministro un artista exitoso o fallido de lo posible? El tiempo responderá con mayor justicia la pregunta.