Esa frase quedó grabada en la historia. “¡Disolver, disolver!”, repetía el entonces presidente constitucional de la República, Alberto Fujimori. En realidad, no disolvía el Parlamento con los requisitos que le permitía la Constitución. Fue, sin atenuantes, un golpe de Estado. Han pasado tres décadas desde aquel 5 de abril de 1992, con el mismo número de generaciones, que en mucho desconocen o están mal informadas sobre aquel acontecimiento que marcó un hito en la historia peruana. Alberto Fujimori, el ‘outsider’ que había vencido sorprendentemente a Mario Vargas Llosa, era prácticamente un desconocido, pero era al que la ciudadanía le había delegado el poder.
Su gobierno, que desde el inicio dejó de lado las promesas de campaña, no tenía una mayoría en el Congreso, que sí tenía la oposición con el Fredemo y el Apra. Las diferencias se acentuaron y Fujimori fue desarrollando un discurso profundamente antipolítico y antipartidario. Esa seguridad tenía como base la relación con Vladimiro Montesinos que labraba una especial cercanía con los altos mandos de las Fuerzas Armadas. De esta manera, el 5 de abril de 1992, Alberto Fujimori encabezó un golpe de Estado: cerró la Cámara de Diputados y la Cámara de Senadores; intervino el Poder Judicial, el Tribunal de Garantías Constitucionales, el Consejo Nacional de la Magistratura, el Ministerio Público y la Contraloría General de la República; y suspendió la Constitución. De esta forma, se convirtió en un dictador, pese a que el 82% de la población aprobaba la medida.
Para sus seguidores, el golpe se justifica por dos razones. La primera arguye que la situación del país era dramática: el Perú se desangraba por la acción del terrorismo senderista, la inflación que llegaba a superar –en el año 1990– los 7.000%, y el narcotráfico carcomía el Estado y la sociedad. La segunda, como consecuencia de lo anterior, justifica este hecho por los resultados: la captura de Abimael Guzmán y el fin del terrorismo, así como el hecho de estabilizar al país y permitir el crecimiento de la economía bajo un nuevo modelo económico. Es decir, para los fujimoristas existen situaciones “excepcionales” que ameritan la ruptura del orden constitucional, aun cuando termina siendo única en la historia. El tema es que la concentración del poder, la permanente y flagrante violación a los derechos humanos y la corrupción extendida y profunda que involucraba a parte de la élite peruana, era consustancial con el tipo de régimen político construido a lo largo de la década del 90. No es posible entender una sin la otra, como el poder de Alberto Fujimori sin Vladimiro Montesinos, que hizo posible la mayor permanencia en el poder de un presidente en la historia, después de Augusto B. Leguía.
Solo la implosión del régimen en el 2000 permitió ver con claridad los niveles de hedor de dicho Gobierno. El fujimorismo, como populismo autoritario, es todo esto, no solo una parte. Su identidad se crea y recrea con la sustancia que le dio nacimiento y forma. Por eso, en su seno se cobija una tecnocracia desarrollista, un clientelismo de marca, un autoritarismo que resalta y un linaje hereditario que lo mantiene vivo. Por eso, el 5 de abril, denostado en un momento por la propia hija en campaña, sigue siendo una fecha de la que el fujimorismo no puede renunciar, pues, de lo contrario, se caería todo el armazón y la narrativa de su vida. Deben defenderlo los antiguos y comerse el sapo los nuevos y conversos. Pero, de la misma manera, a tres décadas de aquel golpe, no debe haber duda ni confusión, pues puede haber una democracia defectuosa, pero no hay golpe bueno. La democracia se puede corregir, el golpe nunca.