El sábado pasado, cuando se confirmaron los resultados de las elecciones en Estados Unidos, yo fui uno de los millones de ciudadanos del planeta que se alegró con la noticia. Pero debo confesar que lo que me hizo el día no fue tanto que Joe Biden haya ganado, sino que Donald Trump haya perdido.
Biden, un político de 77 años poco carismático, proclive a las meteduras de pata y mediocre como orador (especialmente si se le compara con Bill Clinton o Barack Obama), posee, sin embargo, dos de las cualidades más admirables que puede poseer cualquier político: la decencia y la voluntad de diálogo.
Elegido senador por primera vez a los 29 años, Biden mantuvo el cargo durante 40 más. Durante ese tiempo se caracterizó por su capacidad de juntar, en la misma mesa, a perro, pericote y gato. Luego, durante los ocho años en los que sirvió como vicepresidente de Barack Obama, tuvo a su cargo parte de la agenda internacional de la Casa Blanca y fue el encargado de consensuar con el Congreso la agenda legislativa del presidente.
Los valores que representa Biden son exactamente los opuestos a los que representa Trump, quien en los últimos años ha devaluado la imagen de la presidencia como ninguno de sus antecesores, dividiendo al país como le conviene, insultando constantemente a sus adversarios, mintiendo descaradamente sobre todos los temas posibles y usando el cargo para enriquecerse personalmente. Por ello, quienes creemos que el presidente de una república es mucho más un símbolo de valores democráticos que el gerente general del país, les agradecemos a los estadounidenses que, puestos a elegir entre el abuelito decente y el viejo pendejo, hayan escogido el primero.
El problema que veo es que Biden ganó con las justas. En un país en el que los demócratas y republicanos votan prácticamente a ciegas por los candidatos de sus partidos, solo una derrota contundente hubiese liberado al Partido Republicano del trumpismo. Pero eso no solo no ocurrió, sino que es muy probable que, de no haberse producido la pandemia que hizo patente la incompetencia de Trump y afectó severamente el bolsillo de los votantes, el actual presidente hubiese sido reelegido. Ello quiere decir que, nos guste o no, el trumpismo está vivo y sigue siendo políticamente rentable.
Por otro lado, Trump habrá perdido las elecciones, pero dudo que nos hayamos librado de él. Me parece improbable que se retire a jugar golf, construir una biblioteca y escribir sus memorias, como han hecho sus antecesores. No me sorprendería que se mantenga activo en política, que vuelva a la televisión (en Fox News, probablemente) o que él o alguno de sus hijos sean candidatos en las próximas elecciones presidenciales.
Joe Biden tiene el gran reto de unir a un país cada vez más polarizado. El trumpismo, con su discurso prepotente y divisivo, será un serio escollo para lograrlo. No solo porque Donald Trump seguirá ejerciendo una gran influencia en la agenda republicana, sino porque su discurso seguirá alimentando el radicalismo igualmente divisivo del ala izquierda del Partido Demócrata. Es decir, el presidente Biden tendrá enemigos feroces a ambos lados de la mesa. Esperemos que sus 50 años de vida política lo hayan preparado suficientemente bien para los cuatro que vienen.