El Congreso de la República está pagando el precio de su propio desempeño debido a las malas artes de varios de sus congresistas, la proliferación de la defensa de intereses informales y contra derechos, así como a las desafortunadas declaraciones de su presidenta María del Carmen Alva, que se traducen en la baja legitimidad de la que goza, afectando la aprobación del dictamen de retorno a la bicameralidad.
Sería, pues, necesario que el Congreso se tomara un tiempo para lograr conjugar esfuerzos con la sociedad civil, la academia y los líderes de opinión que, en un porcentaje alto, están a favor de abandonar el unicameralismo de nuestro Parlamento. Se trata de ganar legitimidad, no de ganar votos en los grupos parlamentarios a como dé lugar.
Pero el otro tema es el contenido mismo del dictamen que, si bien es cierto se trata de una propuesta que mejora sustantivamente el diseño actual del Parlamento unicameral de la Constitución del 93, lo cierto es que, contra lo que muchos creen, se trata de una propuesta acotada y simple. Por tratarse de la mayor reforma de la Constitución, el dictamen es limitado en su contenido y carece de ambición en sus objetivos. La propuesta se reduce a cambiar artículos. No parte –como la gran mayoría de las leyes– de un diagnóstico de la realidad de nuestro Parlamento, bajo una mirada comparada. Se parte de normas para modificar normas. Se cree que es un tema solo de abogados.
La discusión de la bicameralidad nos remite a un tema mayor, que tiene que ver con la estructura del Estado. Es decir, si bien se parte del diseño institucional del Parlamento, no se detiene en él, pues se establecen relaciones con el Ejecutivo en un formato de equilibrio de poderes, con lo que ya estamos hablando de todo el sistema político que incorpora al sistema de Gobierno, el sistema de partidos y el sistema electoral.
Por lo tanto, las preguntas son las siguientes: ¿qué queremos como sistema político democrático y cuáles son las vigas maestras que deben soportarlo? Para ello, debemos conocer el que tenemos, evaluar sus alcances y límites, así como sus debilidades y fortalezas, sobre todo ahora que hemos atravesado una prolongada crisis que enfrenta al Ejecutivo con el Parlamento. Es el momento de preguntarnos acerca de nuestro presidencialismo parlamentarizado, un modelo que, si bien es una construcción histórica, lo cierto es que es único –no existe en ninguna otra parte–, pero no por eso es bueno. Se trata de un presidencialismo con incrustaciones de los sistemas parlamentarios que no terminan de ajustarse, pero que producen graves alteraciones políticas. Eso se ha visto con meridiana claridad en el último lustro.
Las preguntas, entonces, se organizan alrededor de cómo garantizar la representación y la gobernabilidad. Es claro que el modelo actual no lo logra. ¿Cómo gobierna un presidente con ciertos niveles de autonomía y, a la vez, el Congreso ejerce un adecuado control político? ¿Cómo evitar que se construya un Parlamento opositor que solo espera contar con 87 votos para deshacerse de un presidente? ¿Cómo ejercer control político con un Gobierno que tiene mayoría en el Congreso? ¿El dictamen diseña un modelo equilibrado de poderes o lo inclina a favor del Parlamento? ¿No sería mejor la renovación parcial del Congreso para que el ciudadano decida hacer ajustes en ambos poderes a través del voto? El diagnóstico permite comprender la realidad, mientras que las preguntas nos ayudan a ordenar las prioridades que se traducen en un articulado que cumpla con los objetivos del diseño deseado.
El Congreso no debe correr para aprobar la bicameralidad. Debe estudiarla, para discutirla con calidad. Quizá esta es la mayor limitación que debe enfrentar.