Vienen de todos los rincones del espectro político y no han aparecido de la nada. De hecho, muchos son amigos, conocidos o figuras públicas antaño “moderadas” que, por las circunstancias políticas –el adefesiero gobierno de Pedro Castillo y la violencia desatada tras su intentona golpista–, se han plegado a un extremo en respuesta a los que se han arrimado al otro.
Anne Applebaum, en “El ocaso de la democracia”, se ha referido a este fenómeno desde su propia experiencia. Allí relata cómo personas conocidas que alguna vez se definían como liberales o con las que tenía relativa sintonía ideológica, con el paso del tiempo fueron acercándose a la extrema derecha. Ella habla, en particular, de lo que ha pasado en Polonia con la presidencia de Andrzej Duda, sobre cómo muchos amigos suyos han pasado a suscribir un discurso conservador de animadversión hacia la prensa independiente y de desprecio a los que el gobierno describe como “enemigos del país”, un mote calzado a minorías como los inmigrantes, los judíos y hasta las personas LGTB. Todo con altas dosis de teorías de la conspiración.
En el Perú el giro no va tanto por ahí y está lejos de corresponder solo a quienes se han corrido a la extrema derecha. Y es que también se expresa, y con más fuerza incluso, en la izquierda radical, a la que el régimen castillista alimentó con un discurso polarizador y ponzoñoso desde el día uno.
El golpe de Pedro Castillo colocó en el debate y posicionó como una opción realizable aquello de destruir la democracia so pretexto de una refundación del país. Una situación que transparentó la vena antidemocrática de algunos en la izquierda, que parecieron creer que, al fin, al estilo de Cuba, Venezuela y Nicaragua, se lograría establecer a sangre y fuego el modelo con el que tanto han soñado. Con la condenada asamblea constituyente como punta de lanza. Una tesitura que puso a la derecha a la defensiva.
Muchos izquierdistas limeños, tras la inmolación de Castillo por su utopía romántica, se plegaron rápidamente a los apañadores del golpe y defendieron o justificaron los métodos violentos empleados por los manifestantes. Pero el estallido fue mayor en regiones, con grupúsculos criminales y fanáticos, junto con ciudadanos de pobres convicciones republicanas y otros hartos de la desatención del Estado, prácticamente alzándose en armas a favor del sátrapa. Una realidad que se ha manifestado en protestas violentas y en atentados coordinados contra infraestructura estratégica del Estado, como aeropuertos y comisarías, y con el bloqueo de vías (han muerto niños en ambulancias que no pudieron llegar a sus destinos). Y con el aumento de la violencia también se incrementaron los reclamos maximalistas, como la liberación de Castillo, la disolución del Congreso y la instalación de la constituyente.
Desde la derecha, el radicalismo se ha agudizado precisamente como reacción a todo lo anterior. Traducido en actitudes que se han apresurado en justificar –sin mucho interés por que se aclaren los hechos– las muertes de decenas de personas durante las protestas. El “metan bala” se ha normalizado al igual que el tildar de ‘terruco’ a cualquiera que pise la calle. Es evidente, sin embargo, que han existido tantos excesos como carencias en la respuesta policial. Excesos como en el asesinato de Víctor Santisteban y carencias como en la imposibilidad de salvar vidas como la del suboficial José Luis Soncco, al que nadie hubiese culpado si disparaba contra sus verdugos.
El caso, empero, es que los grises han desaparecido y el espacio lo han tomado posturas blancas y negras. Un maniqueísmo que hace ver al que se separa un ápice del discurso tribal como un traidor. La violencia se ha naturalizado en ambos casos: la izquierda la ve como un recurso potable para su revolución refundacional y la derecha ve la mano dura como un fin en sí mismo.
Los radicales son nuestros vecinos y con una elección adelantada retrasada ‘ad nauseam’, la mesa está servida para que germinen aún más.