El fin de semana ha sido profuso en revelaciones sobre prácticas que estarían teniendo lugar en el aún breve mandato de Pedro Castillo, que dejan a su gestión en una situación de gran aislamiento y le agregan inmoralidad a la percepción de ineptitud. El país parece enfrentarse a un mandato muerto en vida. Pero el final definitivo parece aún lejano, si se ven diversos signos que parecen inamovibles ante un disparador que, en otras circunstancias, hubiera sido terminal.
En el Congreso –en línea con la mención que se hace de cinco congresistas de Acción Popular, una de las bancadas determinantes–, las cosas parecen inalterables, a pesar del voluntarismo que exhiben algunos integrantes de la oposición dura, como Jorge Montoya, el vocero de Renovación Popular. Pero al margen de las voluntades, la hipoteca parlamentaria de Castillo lo pone a salvo de una vacancia, con un Congreso partido casi a la perfección entre el oficialismo (44 votos), la oposición (43) y los votos móviles (43), si se parte de una contabilidad gruesa que no considere las recurrentes disidencias (Carlos Anderson en Podemos Perú, y Roberto Chiabra y Gladys Echaíz en APP).
La calle tampoco está caliente, a pesar de que la opinión pública se muestra crecientemente adversa hacia Castillo. De hecho, según cifras de Ipsos-América TV, en febrero el mandatario experimentó un severo deterioro en dos de sus tradicionales bastiones, el sur (-10) y el NSE E (-7). Ello, sin embargo, no tiene como correlato la activación de la protesta social, quizás a la espera de un detonante de mayor envergadura (algún audio o video, o la concreción de alguna arbitrariedad, real o percibida).
Tampoco se han dado renuncias importantes en el Ejecutivo, lo que grafica una cohesión suficiente para poder enfrentar las actuales presiones. Si bien altos funcionarios del Ejecutivo han dejado sus puestos, señalando los gruesos daños que el servicio civil está sufriendo, ningún ministro ha mostrado su desacuerdo con una renuncia frente a lo que hace el régimen en su conjunto. La renuncia de Juan Silva no cuenta, ya que terminó siendo la desactivación de una presión política proveniente del Parlamento.
Las gruesas y sólidas alegaciones sobre corrupción, en consecuencia, parece aún insuficientes. Los dichos de Karelim López que circularon desde la tarde del sábado 26 de febrero pueden ser la punta del iceberg, pero –con las salvedades del caso– aún no tienen un rol similar al que alcanzaron el primer ‘vladivideo’ o los llamados ‘mamaniaudios’ en las caídas de Alberto Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski, en el 2000 y el 2018, respectivamente.
Así las cosas, el desenlace parece aún lejano. Hay un nudo que parece muy difícil de desatar, que une el afán de sobrevivencia de una porción importante del Parlamento con la capacidad que aún mantiene el Ejecutivo para lograr lealtades en base a diversos estímulos.
Como si fuera poco, una porción no desdeñable de la ciudadanía (38%, según el IEP en febrero, un porcentaje similar al 42% de Ipsos) cree que Castillo debe concluir su mandato. Si los ocho primeros meses tienen un alto saldo en designaciones mayormente erróneas, actos que revisten profunda inmoralidad y la ineptitud en la mayoría de sectores –contrarrestada por los grandes esfuerzos de los buenos servidores públicos–, es difícil imaginar la dimensión del daño.
Así las cosas, y a pesar de ser en la práctica un alma en pena, lo más probable es que el Gobierno de Castillo perdure en el corto plazo, aunque jaloneado por distintas denuncias que lo irán confirmando como uno crecientemente inviable. Para decirlo en términos futbolísticos, matemáticamente el Gobierno está de pie, pero la aspiración de llegar al 2026 podría resultar demasiado ambiciosa.