En el escenario político peruano actual, la legalidad y la legitimidad corren por cuerdas separadas. Y el divorcio entre ambos fundamentos de la democracia se ha incrementado en estos últimos meses.
Se aprueban –o se intentan aprobar– normas de cuestionable legalidad, que generan el desmontaje y la consiguiente crisis de instituciones fundamentales del Estado. En paralelo, se desdeña la baja aprobación de las instancias de gobierno y los partidos, lo que se refleja en el consenso opositor que arrojan todas las encuestas. A la mayoría de los actores políticos, del Ejecutivo y del Congreso, esta situación parece no importarles. Lo único real son los esfuerzos por ejercer el poder y mantenerse en él.
El escaso valor que se le da a la legitimidad hace posible, por ejemplo, que la mayoría del Congreso rehúya la ocasión de someter a referéndum su propuesta de bicameralidad. Temen perderlo antes de siquiera haber intentado convencer a los votantes de las bondades de aquello que plantean. Prefieren vadear la legalidad y hundirse en la falta de legitimidad. Salvo contadas excepciones individuales, las fuerzas de todo el arco político van por la misma senda. Unas agrupaciones tienen hoy mayores posibilidades de ejercer el poder que otras y, por lo tanto, mayores responsabilidades; pero la falta de interés por representar a sus votantes, a sus regiones, es general.
Esta situación difícilmente soportará mucho, porque los ciudadanos se saturan por la falta de compromiso. Sin ir muy lejos, la victoria del ‘outsider’ Pedro Castillo en el 2021 fue una señal de hartazgo; y, yendo más lejos en el tiempo, y sin olvidar las diferencias del caso, en 1990, el triunfo de Alberto Fujimori expresó un hartazgo similar frente a la política partidaria de ese entonces.
Si el sistema político no gana legitimidad y legalidad, el fantasma del caudillo autoritario de derecha o izquierda podrá resurgir y llegar a gobernar el país. Ello es tanto o más peligroso que el actual Parlamento autoritario, sobre todo en una sociedad tan polarizada como la peruana en términos políticos y sociales. Un caudillo populista, además de dictatorial, al que muchos aplaudirán en un comienzo, sin tomar en cuenta los efectos perversos de su accionar contra los derechos ciudadanos y sin calcular las derivaciones de una política como la que ejecuta el actual mandatario salvadoreño Nayib Bukele, que ya anunció que buscará que lo reelijan a pesar de que la Constitución de su país no lo permite.
Así las cosas, es difícil creer que tenga asidero real la tesis del primer ministro, Alberto Otárola, que él mismo anunció la semana pasada en Francia: “La crisis ya concluyó en el país […]. Estamos gobernando con paz y tranquilidad…” (El Comercio, 8/6/2023). La crisis pervive, es bastante más profunda de lo que se pretende, y pasar esto por alto trasunta que no hay voluntad de resolverla. Por más que hoy no existan fuertes y constantes protestas en el sur, ignorar las heridas no implica que se hayan esfumado.
Ciertamente, esperar que la mayoría del Congreso deje de quebrantar la independencia de organismos constitucionales, o que el Ejecutivo asuma su cuota de responsabilidad ante lo sucedido en el sur, termina por ser algo ‘naif’. Quizás por ahora solo quede poner el mediano plazo entre paréntesis y llamar a los gobernantes a atender del mejor modo asuntos urgentes como el brote del dengue y las amenazas de El Niño que se avecinan, ojalá con acuerdos multipartidarios e interregionales. Lo mínimo, ya que “la crisis concluyó”.