En un recomendable artículo publicado en la edición de febrero de “Current History”, Alberto Vergara argumentaba que la sorpresiva erupción de historia o de discusiones históricas en el Perú del bicentenario obedece, de forma paradójica, a la bancarrota de la política peruana, de sus partidos, de sus líderes, de su sistema. Esta semana nada más vimos nuevamente un efluvio curioso con una conmemoración singular, por decir lo menos, de Manuel Odría por parte de la bancada de Perú Libre, y también por una nota de Bloomberg que añadió un surco más a la perenne discusión sobre los méritos y defectos del modelo peruano de los últimos 30 años.
Y vaya que es cierto. La historia estuvo oculta debajo de la alfombra que trajo el crecimiento económico y la bonanza relativa. Sin embargo, en los últimos meses, algunas de las baldosas del suelo que la alfombra cubre se han levantado como evidencia de un trabajo incompleto. Aunque también sea correcto afirmar que se trata de un debate superficial o cosmético.
En su incisivo comentario, dice Vergara que pisamos una de esas baldosas fuera de sitio en el discurso de 28 de julio, el día del bicentenario, cuando Castillo reivindicó no el bicentenario republicano, sino un período prehispánico idílico interrumpido por la llegada de los conquistadores europeos. La muerte de Abimael Guzmán en setiembre fue otra baldosa desnivelada que nos recordó otro capítulo inconcluso, uno en el que la última página está lejos de ser escrita. Como lo fue también la accidentada presentación de Guido Bellido en busca del voto de investidura (más allá de sus verdaderas intenciones) al mostrar la fricción entre dos mundos representados por el jefe del Gabinete y la presidenta del Congreso.
Vergara se pregunta si esa historicidad radical que vivimos el año pasado podría ser una oportunidad para una reevaluación de la cuestión nacional. No es descabellado el paralelo con intentos similares que se dieron tras la Guerra del Pacífico, por ejemplo, aunque todo hace indicar que se correrá similar suerte.
Pasado el clímax de una elección como pocas en la historia, tanto por el contexto singular como por su resultado, esa ventana hoy parece cerrada nuevamente y queda la sensación de que ni siquiera eso podremos rescatar de este período, como tampoco lo hicimos en otras coyunturas igual de críticas. El historiador Antonio Zapata, más optimista quizá, afirmaba en una entrevista reciente que “las sociedades tienen poderes de regeneración” y que puede haber grandes cambios tras hondas crisis, siempre y cuando se tomen decisiones prudentes.
Yo creo que hemos pasado por varios momentos así en nuestra historia, como la Guerra del Pacífico, la crisis tras la Gran Depresión, el Velascato, la década perdida de los 80, en fin, que en muchos aspectos removieron el edificio nacional y de las que emergió un país distinto, pero no sé si regenerado.
Sí coincido con Zapata y Vergara en que la política, la lucha por el poder, han sido el punto débil en todo momento y que la acción ha transcurrido –con las ventajas, pero también los problemas que ello pueda implicar– por la economía y la sociedad, mucho más “interesantes y fuertes”, como dice el historiador.
Y de tanto manosear pero no lidiar con la historia, nos quedamos atrapados en ella y descartamos el futuro, cuyo horizonte más lejano hoy parece ser las próximas elecciones de octubre. Nuestra clase política abreva del pasado porque no es capaz de imaginar un mañana, porque está anclada en categorías, en estructuras, en ideas fuerza del ayer. Lejos de ponernos de acuerdo en cómo reacomodar las baldosas sueltas de nuestra historia, las movemos de lugar, les damos vuelta y, si podemos, nos compramos una alfombra más gruesa que las siga camuflando, hasta que una nueva crisis vuelva a desnudar la precariedad de nuestros cimientos.