Como tantos turistas, mi primera intención al visitar Ciudad de México fue dirigirme al zócalo para buscar la calle Donceles, a espaldas de la catedral. Buscaba el número 815, que en “Aura”, breve y fascinante novela de Carlos Fuentes, ubica una de las casas más misteriosas de la literatura latinoamericana, memorable residencia para el amor fantasmal. Quien entre a Donceles por Lázaro Cárdenas será recibido por “La Casona de Aura”, una librería de viejo ubicada en el número 12, en una calle que podría compararse con Quilca por su oferta de libros y la sensación de abandono. Pero al seguir caminando, la decepción golpea: pocas cuadras adelante la calle Donceles cambia su nombre a Justo Sierra y la numeración se reinicia. No existe el número 815.
Recordé mi despiste hace unos días, cuando un buen amigo me invitó a presentar la reedición, 20 años después, de su notable primer libro de cuentos. En la relectura, me preguntaba dónde estaba yo hace 20 años, qué leíamos y escribíamos los entonces jóvenes escritores. Pero el recuerdo más entrañable tiene que ver con el mismo acto de presentar libros, entonces de forma ‘offline’, actos presenciales mucho más memorables si tenemos en cuenta que podíamos oír a Ribeyro (casi siempre de incógnito), a Pilar Dughi, a Eduardo Chirinos, a Toño Cisneros, a José Watanabe, entonces más dedicados a intercambiar opiniones, contar historias, contrastar anécdotas, en lugar de analizar críticamente el volumen en cuestión. Hoy, las presentaciones se transmiten, se graban, se rotan, se multiplican, en un formato que hace difícil la espontaneidad y que obliga a enfocarse, con aburrida obviedad, en hablar directamente de un poemario, novela, ensayo, etc. Cuánto se extrañan esas veladas íntimas, de pocos asistentes y performances verbales difíciles de reproducir hoy, pues entonces estaba claro que las presentaciones de libros no eran el lugar para resolver sus misterios, sino para celebrar el acontecimiento de su publicación.
Quizás me hago viejo y estas líneas estén marcadas no solo por la orfandad de quien echa en falta a los mayores, sino también por una orfandad de ideas. Ahora que las presentaciones virtuales se multiplican, contaminadas (entre otras cosas) por la odiosa cuestión académica que todo lo acartona, me doy cuenta de que estos actos corren el riesgo de perder su sentido último: no se trata de revelar, sino más bien de acrecentar el misterio del poema o la ficción. Extraño a esos escritores mayores que entendían que Donceles 815 no existe. Era el goce de la búsqueda de una dirección lo que los mantenía activos en la calle.