Con el inicio de la presente legislatura ordinaria, se desencadenó un intenso debate en torno al restablecimiento de la bicameralidad. El Congreso presentó este proyecto como el antídoto ideal para la creciente crisis de representación política y calidad regulatoria, logrando su aprobación mediante una doble votación y evitando la ratificación mediante referéndum. Sin embargo, frente a la gran oposición que defiende firmemente el “no a la bicameralidad” expresado en la consulta popular del 2018, la solución impulsada por el Legislativo parece tejer más desorden que armonía en el tapiz de la política nacional.
Desde mi punto de vista, percibo este cambio estructural como algo positivo. La propuesta bicameral, al complejizar la distribución del Legislativo, impone la necesidad de procurar mayores consensos en la elaboración de leyes y políticas públicas, potencialmente elevando la calidad del producto normativo. Además, el cambio permite que el Parlamento sea más representativo, asignando una representación territorial para la Cámara Alta y una representación poblacional para la Cámara Baja.
No obstante, es evidente que esta opinión continúa siendo compartida por una minoría reducida en el electorado nacional. El Congreso, consciente de esta situación, ha procedido con la implementación del cambio por una vía que no requiere del respaldo popular, complicando irónicamente la situación de representatividad que tiene este Poder del Estado. Ante ello, sostengo que la aprobación de una reforma en un contexto de desaprobación y desentendimiento, sin un mayor interés en realizar un diálogo genuino y transparente con la ciudadanía, socava la legitimidad de este proceso y erosiona la débil confianza de la población en las instituciones gubernamentales.
En ese sentido, no estoy defendiendo la utópica alternativa de someter cada cambio constitucional a referéndum, sino que destaco la vital importancia de que los legisladores tomen conciencia y actúen en favor de establecer una conexión con la ciudadanía, quienes son los encargados de constituir una democracia más sólida. Considero que, en adelante, independientemente del camino elegido para realizar cambios constitucionales, el Congreso debería buscar mecanismos inclusivos que promuevan la participación dinámica de la ciudadanía en estos procesos. Aquello podría incluir la realización activa de audiencias públicas, la difusión de información clara y accesible sobre los cambios propuestos, y el compromiso de los agentes estatales y privados para la apertura y atención masiva de los beneficios sociales, económicos, legales o políticos que ello implica.
El fortalecimiento del vínculo entre las instituciones democráticas y la sociedad civil es la piedra angular sobre la que se construye una democracia sólida y resiliente. En consecuencia, es un deber del Estado asegurarse de que los ciudadanos sean cada día más conscientes y se sientan partícipes de las decisiones que moldean la estructura de nuestro país.
Solo así, las modificaciones importantes de nuestra Carta Magna serán una expresión de la verdadera voluntad de quienes conforman nuestra nación.