El follón desatado en torno a la decisión del Tribunal Constitucional que en los próximos días permitirá la libertad de Alberto Fujimori ha ocasionado que los asuntos políticos que hasta el jueves concitaban toda la atención de la ciudadanía pasen a un segundo plano. Enzarzada en la discusión sobre un fallo de efectos seguramente efímeros, la opinión pública parece haber olvidado la moción de vacancia presidencial que se ventilará el 28 de este mes y también los desconcertantes eventos ocurridos en un sector de la oposición tras la interpelación al ministro de Salud, Hernán Condori.
En esta pequeña columna, sin embargo, no nos distraemos con facilidad y queremos insistir particularmente en las perplejidades y enigmas levantados por esta última materia, pues la cuestión de la vacancia presidencial volverá sin duda al primer plano de la noticia conforme la fecha de su debate y votación se acerque. La definición de la suerte del titular de Salud, en cambio, podría acabar perdiéndose en la polvareda y eso nos parecería inaceptable: si el dilema de si el cóndor pasa o se queda ha sido siempre acuciante en nuestra patria, no vemos por qué en el caso de Condori la cosa debería ser distinta.
–Mareo de tierra–
Abundar en los méritos del ministro Condori para ganarse la censura de la representación nacional sería ocioso. Los medios y los propios legisladores que recientemente impulsaron su interpelación lo han hecho ya hasta el cansancio, y la circunstancia de que sea un médico “venido de la chacra” –como resaltó hace poco el presidente Castillo–, difícilmente sirva de contrapeso a sus charlatanerías sobre el agua arracimada o el método de detección del cáncer uterino “en un minuto”.
Por eso, desde casi todas las bancadas que no pueden ser consideradas abiertamente oficialistas, se anunciaban desde los días previos a su presentación ante el pleno inexorables ánimos de condena. Pero, claro, mientras más alejadas del gobierno eran esas bancadas, más terminantes eran también esas condenas. Recordemos, por ejemplo, que en Fuerza Popular estaban dispuestos a censurar al enfajinado curandero sin que mediase interpelación.
Si de opositores al Ejecutivo hablamos, sin embargo, la verdad es que ninguno parecía capaz de competir en intransigencia con el almirante Jorge Montoya. Minucioso enumerador de sus miserias y profeta incansable de las calamidades que le aguardaban a la vuelta de la esquina, él enfrentaba efectivamente a la administración del profesor Castillo con un denuedo que recordaba sus años de adiestramiento militar.
Culminada la menesterosa defensa que hizo de sí mismo el ministro de Salud en el Parlamento, no obstante, Montoya pronunció un discurso que cualquiera habría confundido con un acto de ventriloquía originado en la guardería infantil de Acción Popular. Aparte de declarar que habían sido “satisfechas en parte las respuestas” –evidentemente quiso decir “preguntas”–, proclamó: “la bancada considera que vamos a dar un mes de plazo para verificar las acciones del ministro”. Y dejó a propios y extraños pasmados por la sorpresa.
¿Qué había ocurrido con el almirante? ¿Había sido atacado repentinamente por un mareo de tierra? ¿Se le había perdido la brújula en los bolsillos de su traje de gala y no había podido contar con ella a la hora de preparar su intervención en el Congreso?
¿Qué respuestas a los cuestionamientos planteados a Condori había encontrado satisfactorias? ¿Aquella en la que reconoció que su afirmación de que el agua arracimada tenía la aprobación de la FDA “fue inexacta” (es decir, falsa)? ¿O más bien aquella otra en la que sostuvo que sus descartes de cáncer de cuello uterino eran solo diagnósticos “presuntivos”?
Por supuesto que él no fue el único vocero de la oposición ‘full metal jacket’ que de pronto comenzó a arropar con arrullos al médico brujo del Gabinete. Su compañero de bancada Alejandro Muñante y el doctor Alejandro Aguinaga de Fuerza Popular –grupo parlamentario que, como mencionamos antes, estaba previamente dispuesto a ir por la censura sin pasar por el trámite de la interpelación– encontraron también fórmulas sobre “el beneficio de la duda” o la inexistencia de acuerdos de bancada para darle largonas a una bajada de pulgar que hace tiempo que se cae de madura. Pero nadie había hecho hasta ahora tanto como el ex capitán de mar y guerra para ganarse los galones del fiscalizador más severo de este gobierno, y el hecho de que estuviera dispuesto a perderlos en medio de ese balbuceo sin sustancia ha sembrado muchas interrogantes.
–Ulises, Nemo y Popeye–
Los mitos y la literatura nos ofrecen abundantes ejemplos de navegantes que pierden la chaveta o, por lo menos, fingen hacerlo. Ulises se hizo el loco para tratar de evitar que lo llevaran a la guerra de Troya, el capitán Nemo no parecía estar muy en sus cabales cuando aporreaba el órgano del Nautilus mientras la “isla misteriosa” estaba por reventar y Popeye se ponía ‘oso’ cuando Bluto procuraba afanarse a Oliva.
En la vida real, sin embargo, el fenómeno no parece ser tan frecuente. ¿Qué fue entonces lo que determinó que el almirante Montoya bruscamente no tuviera reparos en irse al garete? De seguro la respuesta no tardará en salir a flote, pero mientras tanto, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que, sea cual sea, esa respuesta tenderá a confirmarle que en el mar la vida es más sabrosa. Porque lo que es aquí en tierra firme, la situación está a punto de tornársele ingrata.