A pesar de que existe una expresión que lo da por sentado, la razón no les llega a todos a una determinada edad para luego acompañarlos hasta que la muerte o el Alzheimer los separe. A veces, se presenta solo de manera intermitente a lo largo de la vida y a veces, no llega nunca. En ciertas ocasiones, por último, visita a las personas por un único instante, como un fogonazo de lucidez que las arrastra a la autodestrucción o simplemente acaba por diluirse en la conciencia, a la manera del recuerdo de un mal sueño.
Algo así es lo que le ha sucedido al profesor Castillo esta semana. El presidente no es, por cierto, la versión criolla del Sombrerero Loco de Lewis Carroll ni nada que se le parezca, sino más bien un hombre bastante común y previsible. Pero habita un universo en el que los que lo rodean le dicen que está a punto de hacer grandes cosas y él se lo cree. Y si a eso le agregamos el hecho de que tiende a dar por verdaderas las teorías de la conspiración que sugieren que la escasez de logros de su gestión es consecuencia de un sabotaje de los sectores políticos que hasta ahora no aceptan su triunfo electoral, queda claro que su visión del gobierno que encabeza no tiene raíces que la aten muy firmemente a la realidad.
Esta semana, sin embargo, fue objeto de un rapto de razón que no puede ser ignorado.
–Otro precio–
Durante el saludo que, por motivo del Año Nuevo, dedicó a distintos líderes religiosos en los salones de Palacio, una voz que no parecía ser la suya emergió de pronto de la garganta del jefe de Estado y moduló un discurso que ha producido pasmo y confusión.
“Estos meses que han pasado nos han servido de escarmiento; hemos aprendido cosas que ni siquiera se nos pasaban por la cabeza”, dijo. Y tras una pausa, añadió: “Afuera uno se hace grandes ilusiones y cuando uno está dentro, son distintas las cosas”. “Alguien de nuestro entorno familiar nos decía: en el Perú es tan fácil ser candidato y llegar a ser presidente…, ¡gobernar es la diferencia!”, sentenció, por último, mientras algunos de los presentes intercambiaban miradas de asombro, pensando, quizá, que la experiencia había tenido efectivamente algo de religiosa.
¿Qué había sido aquello? ¿Una admisión de la improvisación y la irresponsabilidad con la que había tentado el poder? ¿Un ‘mea culpa’ ante los vicarios del Juez Supremo? ¿O un aviso a sus votantes de que fueran haciéndose la idea de que las promesas que les había hecho durante la campaña pasarían a la historia como un tributo a su candor infinito?
Vamos, la mera circunstancia de que el jefe de Estado hilvanara una serie de oraciones en las que la palabra ‘pueblo’ no brotara como la mala hierba era insólita, pero que hablara de escarmiento –esto es, de un castigo aleccionador recibido por alguna o muchas faltas cometidas– lindaba ya con lo inconcebible. Aun si el mensaje buscaba simplemente comunicar que postular a la Presidencia puede ser una ‘pichanga’, pero gobernar es ‘otro precio’, escucharlo de boca de tan consumado escapista de las miserias de esta administración resultaba un trance desconcertante.
¿Había comprendido el mandatario, en efecto, que los nombramientos oficiales de personajes de reputación deplorable o nula preparación para el cargo que debían desempeñar era un despropósito sin nombre? ¿Se había, por fin, dado cuenta de que insistir con la macana de la constituyente espantaba más inversionistas que las peroratas sin mascarilla de su ministro de Economía? ¿Una brusca iluminación le había mostrado las consecuencias perniciosas de andar dejando a los miembros de su Gabinete colgados de la brocha cuando tenían conflictos con algún subordinado al que él había decidido empoderar por lo bajo? En suma, ¿era esto la antesala al cambio en el estilo de gobierno que prometen las profecías de los que se han entrevistado a solas con él?
Diversos miembros de la oposición decorativa y no pocos comentaristas de la actualidad política han querido creer que sí. Pero en esta pequeña columna mantenemos incólume nuestro escepticismo. Así como una golondrina no hace un verano, un breve despertar del minucioso delirio que alguien se ha impuesto para justificar sus vilezas no inaugura en modo alguno la era del buen juicio.
–Todos los caminos–
Para confirmar que, en realidad, todo sigue igual, ahí están algunas muestras renovadas de la impronta del profesor Castillo en este gobierno. Como, por ejemplo, la designación de Daniel Salaverry como presidente de Perú-Petro o la observación del Ejecutivo a la iniciativa del Congreso que reitera los límites constitucionales a los referéndum (como aquel que el oficialismo quisiera llevar adelante para forzar la convocación a una constituyente) o la orfandad en que se ha dejado al ministro del Interior, Avelino Guillén, frente al comandante general de la PNP y sus inquietantes asignaciones de cargos entre los altos mandos policiales.
Lo de esta semana en Palacio fue un rapto de razón o lucidez que afectó momentáneamente al presidente para luego ceder su lugar a las habituales tinieblas del pasaje Sarratea. Porque si uno sigue con atención las conductas del presidente, rápidamente comprende que, en su caso, todos los caminos conducen a Breña.