Lo hemos oído muchas veces desde que el Acuerdo Nacional (AN) fue fundado en el 2002: ‘Lo convocaremos para el diálogo entre los que queremos el bien del país, ‘será el espacio de confluencia de todos y todas’, ‘a pesar de la polarización, ahí nos encontraremos’. Son narrativas cíclicas y pasajeras que toman al AN por lo que no es: un espacio de negociación política y planeamiento ejecutivo.
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Cuando las cosas no van ni para atrás ni para adelante, ‘al AN se le saca del sarcófago’ (la frase es del analista político Luis Nunes). Y resulta que el AN tampoco va ni para atrás ni para adelante, porque su dimensión es el largo plazo, para el que conversan representantes de partidos políticos y gremios. Por eso, su agenda es laxa. No es, pues, una instancia ejecutiva, de voluntad y acción política. No tiene, siquiera, protagonistas identificables, salvo su secretario técnico, Max Hernández, que hace malabares para no dejar en ‘off side’ a quienes lo invocan por gusto.
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Lo han convocado prácticamente todos los presidentes desde Toledo, pero ninguna convocatoria más impertinente que la de Pedro Castillo, que creyó que era un apéndice del Ejecutivo al que le podía poner agenda y ordenar resultados.
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Dina ha sido menos impertinente que Pedro; pero, proponer, como ha hecho en el Mensaje del 28, que el AN será un espacio en el que se pueda reunir el gobierno con los actores que protestan; es, otra vez, creer que el AN va a resolver lo que corresponde al Ejecutivo tomar por las astas. Cada que este ofrece convocarlo, se genera una débil narrativa, que ni siquiera crea falsas expectativas, sino que las defrauda cuando podrían empezar a nacer. Estamos, otra vez, ante una narrativa de la impotencia e improvisación gubernamental; un síntoma más de la debilidad de Dina Boluarte.