Como en el 2006, y en cierta medida en el 2011, esta elección presidencial puede ser vista como un nuevo referéndum en torno al modelo económico, o en términos más concretos, sobre las políticas pro mercado que el Perú adoptó en los 90, y cuya fortaleza se basó más en un ‘zeitgeist fukuyamesco-fin-de-la-historia’ entre la clase política que por un capítulo en la Constitución. Entre la pandemia y el Congreso actual, ese espíritu o consenso se ha resquebrajado, y el 6 de junio se juega (una vez más) su destino.
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Las cifras del INEI publicadas la semana pasada muestran el profundo impacto de la pandemia en el último año, pero no se puede dejar de destacar lo que se había logrado hasta marzo del 2020. Entre el 2002 y el 2013, el Perú fue uno de los países que más crecieron en América Latina, a un promedio de 6,1% anual. El ritmo decreció a 3,1% entre el 2014 y el 2019, pero igual contribuyó a que la tasa de pobreza bajara de 52,2% en el 2005 hasta 20,2% hasta antes de la pandemia, y que la extrema pobreza se redujera hasta menos del 10% en el mismo período.
Así queramos explicarlo por factores externos (el precio internacional de los bienes que exportamos), lo cierto es que las reformas de mercado nos pusieron en la mejor situación para aprovechar ese superciclo que se abrió tras la crisis financiera de fines del siglo pasado. Los ejes básicos del llamado consenso de Washington que adoptamos fueron la privatización de empresas públicas, la desregulación y liberalización de mercados y, sobre todo, la apertura comercial. Que ya escuchamos en Chota, y vimos en el plan de gobierno más reciente, quedan en entredicho en un eventual triunfo de Perú Libre.
Lo he dicho antes y lo repito. Es por los ganadores de esas reformas, y no por las cifras en abstracto, que este modelo se ha mantenido en pie en los últimos 30 años. La defensa no puede basarse en indicadores macros, porque se viene peleando cada cinco años en las urnas a pesar de ellos. Lo que importa al final son los votos, y lo que estos demuestran, cada vez, es que sigue habiendo un amplio sector que no ha visto los frutos de esas políticas.
Creo, como dirían los de Soda Stereo, que este es un modelo para armar, pero nunca para desarmar. La estrategia ha sido buena, como lo muestran los guarismos, pero insuficiente. La informalidad no se movió y probablemente creció en los últimos años, y diez años de progreso se borraron con un ‘shock’ externo. Pero, sobre todo, no ha ido lo suficientemente lejos.
Para evitar que el modelo se agote, como en Chile, se tiene que adaptar. Lamentablemente, cuando se habló de hacer ajustes al modelo, los fanáticos respondían con el recuerdo de Velasco, por osar interferir con la mano invisible del mercado. Pero hay que recordar que el modelo o las políticas que lo mantienen no cayeron del cielo, sino que fueron una estrategia implementada por el Estado. O, como lo puso de forma más elegante Karl Polanyi hace una pila de años, “laissez faire was planned”.
Si el modelo sobrevive al 6 de junio, será en gran medida porque el Estado apostó por un plan, y esa apuesta pagó con creces en las últimas dos décadas. La expansión del modelo hacia otros sectores y regiones puede y debe ser promovida por el Estado, de la misma forma como se apostó por la agroexportación, por ejemplo, a fines de los 90, que transformó el paisaje de gran parte de la costa peruana, y donde se terminó jugando su destino.
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