Más de una vez he escrito sobre la imaginación de Victoria, mi hija. Y lo hago porque me encanta cómo vive con tanta creatividad. Todo es más sencillo. Todo es posible. Y la verdad es que uno es más feliz con la simplicidad porque no se necesita de tanta producción: un par de hojas que cayeron de los árboles, dos piedras y unos palitos es una fogata que nos da calor.
Es bonito tener esa mente, esa inocencia, esa capacidad de usar los ojos no solo para ver, sino para crear. Y más de una vez me río pensando que sería lindo que la imaginación fuese suficiente en mi vida adulta.
Me veo sentada, por ejemplo, frente a mi estado de cuenta e imagino que aparece un bolso llenecito de plata y así pago las deudas en un dos por tres. Me veo parada bajo el cielo gris de Lima y de un momento a otro estoy tomando sol en Aruba. Me veo tomado dos cervezas bien heladas en vez de mi tercera taza té verde para ver si así quemo la torta de chocolate que me tragué ayer.
Hace unos días Victoria se despertó más temprano de lo usual, entré en negación y me rehusé a pararme de la cama como si eso fuese a marcar una diferencia en una niña de dos años que está dispuesta a chillar si no lo hago.
Le pedí que se suba a la cama para estar apachurraditas y aceptó el trato, pero solo por 20 segundos. “Baja de la cama, mamá”. Miré el reloj solo para deprimirme un poco más, me paré y nos fuimos a su cuarto a jugar. Ella se sentó en el suelo y yo me eché en su cama y me tapé con una manta.
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No, no, no, mamá, en la alfombra. Siéntate aquí, me dijo. Me reí y le dije que estaba durmiendo con sus peluches más flojos. Pobrecitos, quién los va a acompañar. Me miró con ojos incrédulos y con la intención de hacer la cosa más creíble le dije que me dolía un poco la panza y por eso necesitaba estar echada.
Entonces, Victoria sacó de su bolsillo imaginario un poco de “espuma mágica” (que es lo que le invento cada vez que se golpea), hizo la finta de que me lo echaba como quien le echa sal a la cena y me dijo: “Ya está, mamá”. Como soy terca le respondí que gracias, que es verdad que me siento mejor, pero que necesitaba un poco más de tiempo.
Mi hija, que es más terca que yo, buscó en su otro bolsillo imaginario, hizo el amague de buscar y rebuscar y cuando pareció haber encontrado otro polvito mágico exclamó:
“Encontré justo lo que necesitabas, mamá: un poco de tiempo”.
Y así, como si nada, me echó tiempo en la panza. Me reí a carcajadas por la ocurrencia y me reí un poco de mí misma por haber olvidado lo que es vivir en el mundo de una niña de dos años donde si no hay tiempo, pues te lo inventas. Sin dramas, sin rollos. Total. Lo único que importa es jugar.
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