1. Hace unos días, en el aeropuerto de Ginebra, funcionarios de una línea aérea le informaron a mi cuñada que, debido a una irregularidad migratoria no prevista, ni ella ni su esposo ni sus dos hijos podrían embarcarse en el avión que se suponía los traería a Lima para pasar las fiestas. Mi cuñada le contó lo sucedido por teléfono a mi esposa, su hermana mayor, quien nada más terminar la conversación, tras renegar por la rigidez suiza, se contuvo para no llorar. La posibilidad de no compartir Navidad con su única hermana por primera vez, además de coraje, le generó una gran pena. Dos días más tarde el problema migratorio se solucionó y mi cuñada por fin se embarcó con la familia entera, pero durante las 48 horas previas, escuchándolas conversar con preocupación y ansiedad, comprobé algo que todo hermano sabe de memoria: el lazo con quien se ha crecido es de una fortaleza que así no más no se quebranta.
2. Es una noche en un restaurante de Miraflores. Mi amigo J habla de su hermano mayor, S, con una emoción que desarticula brevemente la usual formalidad de su conversación. Me cuenta de la relación entrañable que los une siendo ambos muy distintos de carácter: J es expansivo, social; S, más callado, contenido. En un momento de la charla coincidimos en lo siguiente: la noción que cualquier individuo tiene del mundo, del pasado, de la memoria, de la autoridad paterna o del destino se enriquece con la presencia de un hermano en tu habitación, ocupando la cama contigua. En ese instante, J recobró sus modales de caballero de otro siglo para acompañar el brindis con una sentencia que resonó en mi cabeza el resto de la noche, sobre todo en estos días en que me pregunto si debería o no convertirme en padre por segunda vez, si debería o no dotar de compañía a mi hija Julieta: “Qué importante es para un niño compartir un territorio”.
3. La escritora chilena Marcela Serrano acaba de publicar un libro bello y doloroso, El manto, donde convierte en literatura el duelo vivido tras la muerte de Margarita, la tercera de sus cinco hermanas, la hija del medio, la periodista, la géminis, la que nació en la mitad del año que partió el siglo veinte por la mitad. Leyéndolo me asaltó la angustia al pensar cómo sería la vida si de pronto uno de mis hermanos se muriese. Sería lo más parecido a sufrir una amputación, a quedarse manco o tuerto, de la nada.
(Una selección personal de novelas sobre hermanos: Mujercitas, de Louisa May Alcott; Franny y Zooey, de J. D. Salinger; Mi hermana y yo, de J. R. Ackerley; Los hermanos Karamazov, de Dostoievski; y Los hermanos Sisters, Patrick deWitt).
4. No conozco guaripolera de Papá Noel más entusiasta que V, mi hermana mayor. Desde que participó en un musical del colegio cantando Santa Claus is Coming to Town, se volvió fanática del personaje; una devoción que inexplicablemente ha persistido hasta hoy. Incluso ahora que sus hijos están grandes y que no hay ninguna necesidad de alimentar el esoterismo navideño, ella insiste en hacerles creer que los regalos los arroja el viejo pascuero a través de la chimenea que no tienen en casa. Desde luego, no hay diciembre en que dejemos de entonar el tema en inglés que la volvió fugazmente popular en la Primaria del Carmelitas a mediados de los 80, y que ella aún canta bamboleándose entre el arbolito y el nacimiento. Desde luego, también es ella quien hace la convocatoria para Nochebuena, organiza el reparto de regalos y toma las fotos de protocolo. Pareciera que me estoy burlando de mi hermana pero es al revés. Sin su entusiasmo, nuestra Navidad sencillamente no existiría. //