Renegona, terca, guerrera e intransigente: esas eran tus virtudes. Tu punto débil, un corazón gigantesco y solidario protegido de las abrasiones de la vida mediante afilado alambre de púas. Para tus amigos, todo, lo bueno y lo malo. Y de yapa tu alma. Tus enemigos, pobres de ellos, opción no tenían. Decías la palabra, o palabrota, que alguien tenía que escuchar pero nadie quería decir. Guardiana del papel impreso, el remanso estaba en tus libros que también hacías nuestros, en tu hijo, tu nieto y tu Eduardo jugando esa partida de ajedrez eterna que ahora escolta un triciclo que se quedó parqueado en El Virrey. Si vieras como las palabras no alcanzan para despedirte; a ti, que vivías rodeada de letras. Que lo haga el poeta, Jorge Eduardo, que cuando leías algo que te gustaba –tímidamente, casi con vergüenza– te asomaba una sonrisa:
Uso una máscara de carne y huesoUn cigarrillo y luego una sonrisaO primero una sonrisa y luego un cigarrilloPosiblemente encendidoVisto saco y pantalón planchadoFrecuento hoteles amarillosNadie me espera ni me conoce ni me miraMi cuerpo es humo materia indiferenteQue brilla brilla brillaY nunca es nada.
Gracias, Chachi Sanseviero Koffler. Tu cariño tosco y honesto nos hizo un poco mejor a todos.
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