Llegué a Machado no a través de los libros de texto, sino de las canciones de Serrat. Quizá en Secundaria aprendí que perteneció a la Generación del 98, ese grupo de escritores y pensadores españoles republicanos (Unamuno, Azorín y Ortega y Gasset, entre otros) que se indignó ante las distintas crisis desatadas en su país luego de la pérdida de soberanía sobre Puerto Rico, Cuba y Filipinas en 1898, y que declaró al país en decadencia crónica (“todo lo español me encanta y me indigna al mismo tiempo”, escribió Machado).
Pero fue gracias al cantautor catalán, mejor dicho, a la musicalización de poemas como “Cantares”, “Retrato”, “La saeta”, o “Del pasado efímero”, que entré en contacto con la esencia melancólica y metafísica de Machado (“Mi patria son recuerdos de un patio de Sevilla/ y un huerto claro donde madura el limonero;/ mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;/ mi historia, algunos casos que recordar no quiero”).
Ese espíritu de recato y sencillez tan habitual en su obra poética (“Nunca perseguí la gloria/ ni dejar en la memoria/ de los hombres mi canción…”) también es notorio en sus reflexiones, sentencias y aforismos: “Huid de escenarios, púlpitos, plataformas, pedestales, nunca perdáis el contacto con el suelo porque solo así tendréis una idea aproximada de vuestra estatura”.
Hace unas semanas, de paseo por Segovia, mientras me perdía por sus callecitas estrechas en busca de la Plaza Mayor (“caminante, no hay camino…”), me topé de frente, por azar, con la Casa-Museo de Machado, la modesta pensión que habitó durante trece años (su estancia más prolongada a lo largo de una vida errante) y que se encuentra estupendamente conservada. Uno puede recorrer el intacto zaguán, la humilde cocina, la estrecha biblioteca, el comedor que Machado compartía con otros dos inquilinos y llegar hasta el altar mayor de la casa: la gélida y austera habitación, donde una cama alta, un velador básico, una maleta vacía, una estufa de petróleo y una pequeña mesa de trabajo dan al recinto un aire de jaula de pájaro que justifica los versos que descansan en un mármol al pie del espejo: “¡Blanca hospedería, celda de viajero, con la sombra mía!”. La dueña de la pensión, doña Luisa Torrego –quien definía a Machado como un “hombre misterioso”–, confesó en vida: “Si hubiera guardado los muchos papeles que don Antonio botaba en el cesto, quizá habría podido pasearme en coche”.
Machado llegó a esa casa en 1919 siendo viudo. Su joven esposa, Leonor, a quien llevaba 19 años, había muerto siete años atrás enferma de tuberculosis. En Segovia, con más de 50 años, conoce y se enamora de la escritora Pilar Valderrama, de 36, casada, con quien mantiene un romance secreto, además de una nutrida correspondencia donde la esconde bajo el apelativo de “Guiomar”.
Hay académicos que dudan de que tal relación haya existido, pero las cartas publicadas son contundentes y en ellas Machado se declara a Pilar como “tu poeta”; la trata de “diosa”, “reina”, “musa”, “estrella”; le habla del “tercer mundo” que se forma cada vez que están juntos; y le compone versos que no resisten doble lectura: “Solo tu figura, como una centella blanca, en mi noche oscura;/ y en la tersa arena cerca de la mar, tu carne rosa y morena, súbitamente Guiomar”.
Lo indiscutible es que Pilar Valderrama marcó a Machado tanto como Machado marcó a Segovia. Por eso constituye un homenaje altamente simbólico que el cartel instalado en la estación de tren, el primero que todo visitante advierte al llegar a la ciudad, indique: “Segovia-Guiomar”. ¿Cuántas metáforas pueden existir entre los trenes que pasan y los amores imposibles?
En medio de la Guerra Civil, Machado partió al exilio huyendo de las hordas fascistas. Encontró la muerte el 22 de febrero de 1939, en el pueblo marinero francés de Collioure. En un bolsillo del único abrigo que lo acompañó mientras cruzaba los Pirineos fue hallado su último verso, el mismo verso nostálgico que decora la tapa del cuaderno en que ahora escribo: “Estos días azules y este sol de la infancia”. //
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