Cuando era más joven, cada vez que caminaba por la manga de un avión, cruzaba los dedos para que cerca de mi asiento no viajara ningún bebé. Mientras más me concentraba deseándolo, sin embargo, menos éxito tenía. La mayoría de veces, nada más llegar a mi sitio, oh sorpresa, en alguna de las sillas próximas, en brazos de su madre o padre, encontraba al infaltable bebé viajero. Desde ese instante la promesa de relajo quedaba de inmediato desactivada, y cuando minutos más tarde la criatura comenzaba a gimotear y su llanto se volvía estruendoso, incapaz de permanecer indiferente, me colocaba los audífonos y elegía alguna película con efectos sonoros (Rápidos y Furiosos, King Kong, El día después de mañana, algo así) con tal de acallar el fastidioso ruido ambiental de la cabina.
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He dicho fastidioso, pero bien podría haber dicho inaguantable. Fíjense. En un estudio aparecido el 2020 en la revista académica The Journal of Social, Evolutionary and Cultural Psychology, un grupo de expertos concluyó que los humanos podemos soportar mejor el ruido latoso de un martillo antes que el llanto de un niño pequeño. Años atrás, el 2012, científicos de la Universidad de Newcastle, confeccionaron una lista de los diez sonidos más desagradables para las personas, un ránking en el cual el llanto del bebé ocupaba un honroso tercer puesto, detrás del ruido del tenedor contra el plato de porcelana y del chirrido de una tiza contra la superficie de una pizarra.
En una ocasión vi a un pasajero, irritadísimo por el llanto inconsolable de un bebé, ponerse de pie en pleno vuelo y espetarle a la mujer que cargaba al niño: «¡señora, por favor, haga algo!». En silencio aplaudí la valentía de aquel hombre. Pero la madre no se quedó callada y enseguida le soltó al tipo una andanada de palabrotas que concluyó con una frase inolvidable: «si no quieres que nadie te joda, cómprate tu avión privado, imbécil». Los aplausos de solidaridad no se hicieron esperar (entre ellos, los míos).
Otro que recibió aplausos fue ese hombre que, ante una circunstancia similar, se puso de pie, se acercó hasta el asiento de donde provenía el llanto demencial de un bebé de pocos meses y, tras presentarse como pediatra de urgencias, ofreció a la madre ayudarla a calmar a su hijo. El doctor lo cogió como muñeco de felpa y, con un par de movimientos de mago, logró calmarlo para beneplácito de quienes nos encontrábamos cerca.
Es que, a ver, vamos, admitámoslo: después de invertir un dinero considerable en un boleto de avión y de haber pasado –lo más probable– una mala noche en la víspera con los arduos preparativos del vuelo, lo único que uno desea al llegar al avión es repantigarse en su silla y encontrar a miles de kilómetros de altura el sosiego, la calma y el silencio que allá abajo resultan imposibles. Si se trata de un desplazamiento local, de una ciudad a otra, la eventual contrariedad de un bebé lloroso no es tan grave, pero si se trata de un viaje internacional, más aún, de un viaje trasatlántico de diez o trece horas, es comprensible que el pasajero vecino del bebé chillón quiera convertirse en Herodes.
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Durante años yo fui uno de esos Herodes potenciales hasta que me convertí en padre y, por extensión, en un pasajero más empático. Si me tocaba volar solo, al escuchar el llanto de un bebé ahora pensaba en mi hija y, lejos de renegar, sonreía tratando de determinar la causa de aquellos gruñidos: «seguro que quiere más teta»; «suena a que está con cólicos de lactante»; «deberían cambiarle el pañal, lo más probable es que el pobrecito esté embarrado». En simultáneo veía a mi alrededor a otros pasajeros más jóvenes –en cuyos rostros descontracturados descubría al sujeto intolerante que yo mismo había sido– quejándose por los gritos del bebé, pidiendo silencio («¡shhh, shhh!»), y entonces los miraba con rencor, como exigiéndoles cerrar la boca.
Todo lo escrito hasta el momento, en realidad, es un anticipado pedido de disculpas a los pasajeros que hoy tomarán el vuelo de Iberia 6754, de Madrid a Lima, a las cinco de la tarde, con asientos en las inmediaciones de la fila 25. Allí estaré con mi esposa y mis dos hijas, la menor de las cuales está próxima a cumplir dos meses de nacida: sus aullidos de hambre alcanzan notas capaces de lesionar tímpanos y desquiciar al prójimo más sereno. Haremos lo indecible para que no rompa en llanto, pero no podemos garantizarlo. Gracias por su comprensión, perdón por las molestias. Que tengan buen viaje.