Maradona es la mano de Dios. Es el mejor gol de la historia y el grito de revancha ante los ingleses. El que puteó a los italianos mientras pifiaban el himno argentino, el que lloró de amargura en la final de Italia 90, el que salió sonriente a un control antidoping en el 94. Es el ídolo del Napoli, el que no pudo ser en Barcelona. Es la pelota manchada, pero también mágica e inigualable.
El Diego –así, con el artículo– es, inevitablemente, mito y religión. Sobre él se ha escrito mucho y se seguirá haciendo, porque ya es historia. Pueden nacer veinte Messis, pero Maradona será el ídolo que Argentina entregó al mundo. Un ídolo imperfecto, soberbio, desatado, excesivo. Un genio que siempre es héroe y villano. Al que quieres y odias, al mismo tiempo.
Por eso apena tanto verlo convertido en una fábrica de memes. A los que hemos crecido viéndolo choca verlo siendo una caricatura compartida en todas las redes sociales. Ni cuando estaba en su peor etapa adictiva o con preocupante sobrepeso, porque siempre confesó que debía combatir sus demonios y porque siempre se le justificaba. “Si Jesús tropezó, por qué él no habría de hacerlo”, decía el ‘Potro’ Rodrigo.
Pero verlo envejecer dando tumbos, hablando incoherencias y mirando desaforado al cielo lo desviste de ese halo mesiánico que siempre lo ha acompañado.
Diego Armando Maradona no se va a convertir nunca en un ex jugador anodino y prescindible, pero podría dejarnos el sabor de seguir siendo un genio complejo, humano y conflictivo, y no una burla de sí mismo. Porque el juicio de la historia es implacable. Sobre todo si te comparan con Homero Simpson.