Hace unos meses, en medio de la celebración del cumpleaños número cincuenta de un amigo peruano aquí en Madrid, al DJ –también peruano, también cincuentón– se le ocurrió poner Qué cosa tan linda, el tema de Óscar De León que durante años fue cortina musical de la intro de Risas y Salsa, el programa cómico emblemático de la televisión peruana del siglo veinte. Nada más escuchar los primeros acordes, los peruanos de cierta edad saltamos a la pista de baile y empezamos a cantar el tema del salsero venezolano como si se tratase de nuestro himno nacional. Intrigada ante el espectáculo indescifrable, una chica española me preguntó al oído: «¿Y por qué todos se la saben»? Gritando por encima de la música, y ayudado por los Mojitos que venía administrándome, le hablé de nuestra generación, de los ochenta, de la televisión de entonces, del humor peruano, de los sábados por la noche y del programa aludido. Su curiosidad se incrementó: ¿«y de qué iba ese programa»? Lo primero que vino a mi cabeza fue el sketch de El Jefecito (milenials en adelante, buscar en YouTube), así que procedí a describírselo. Le hablé del jefe sacavueltero que se levantaba a la secretaria; y de la esposa cornuda que, alertada por el portapliegos de la oficina, descubría al marido infraganti y lo molía a cachetadas; y de ese pobre portapliegos al que el jefe escarmentaba lanzándolo escaleras abajo hasta dejarlo en calidad de montículo. Mi relato, desde luego, iba aderezado con lisuras y risas celebratorias. Solo cuando instantes después vi la cara de espanto de la muchacha entendí lo que acababa de narrarle. A mi alrededor, los amigos peruanos seguían bailando Qué cosa tan linda, pero los ojos de mi interlocutora me gritaban ¡Qué cosa tan fea!
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Crecimos en medio de ese machismo, de esa violencia, de esa agresividad normalizada. Padecíamos esos males mientras creíamos que los disfrutábamos. Rodolfo Carrión Velarde, el cómico ancashino que acaba de morir a los 75 años y que se volvió famoso al encarnar a Felpudini, el portapliegos de El Jefecito, era también hijo de ese tiempo. Y cumplió tan bien su papel que fue devorado por su personaje: el hombrecito esmirriado, el eterno segundón, el pelele raquítico y chismoso al que le fracturaban las costillas en cada episodio. En la calle no le decían Rodolfo, le gritaban ¡Felpudini! La gente no entendía cómo podía haber conquistado a la hermosa Chelita, ni más ni menos que la secretaria del sketch, una actriz talentosa llamada Analí Cabrera (a la que alguna vez el propio Alan García definió como «la novia de todos los peruanos»). El anuncio del matrimonio entre ambos desató todo tipo de comentarios prejuiciosos, pero también, sospecho, insufló de esperanza a los miles de Felpudinis del país.
Más tarde Carrión se reinventó a través de otro personaje, el Robin de JB, una versión presuntamente gay del socio de Batman, el Chico Maravilla, que le guardaba celos a Batichica, invocaba a Santa Cachucha y tenía una debilidad por la vida privada de los famosos (de ahí su frase emblemática: «aguanto el hambre, menos el chisme», o la otra: «ay, bombero, me quema, me quema…me quema el chisme»).
Rodolfo Carrión no necesitó tener grandes recursos dramáticos para convertirse en una figura popular, querida y diría respetada. Su vigencia en el mundo artístico local se sostuvo en su carisma y la peculiaridad de su talento. Sí, es cierto que provenía de una escuela de comedia machista y homofóbica, pero era un artista genuino, y ni siquiera cuando lo echaron de la tele (luego de hacerse público el cáncer de pulmón que lo aquejaba) distorsionó su vocación, sino que se dedicó a la pedagogía dictando talleres de actuación. De más está decir que murió pobre.
A pesar de que la atención general aún recae en la detención de Chibolín –un impostor de la comedia, un tipo que más bien aprovechó su estatus mediático para establecer una red delictiva–, escribo esta columna para despedir con afecto a Felpudini, un profesional correcto, quien por décadas nos enseñó a reírnos de cosas que ya no dan risa.