"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. El famoso microrrelato de Augusto Monterroso me hace pensar en la familia Romero. Los Romero son una variante de ese dinosaurio: siempre han estado allí. Se hicieron visibles en los años 60, pero ya para entonces llevaban casi medio siglo construyendo su imperio. No hablo puntualmente del pionero, Calixto Romero Hernández, que llegó de Logroño (España) y se puso a vender sombreros de paja en Piura; tampoco de su sucesor, el devoto y también español Feliciano del Campo Romero; ni del siguiente heredero, el piurano Dionisio Romero Seminario; ni de su primogénito y homónimo, Dionisio Romero Paoletti, cuarto eslabón en la cadena de mando generacional de una de las familias más influyentes del Perú. Hablo de todos ellos a la vez. De ellos y de su legado simbólico, porque hay apellidos que trascienden la denominación de un solo clan y, en países legendariamente inequitativos como el Perú, acaban convertidos en marcas o ideas, no siempre positivas.
El hecho de que ese grupo tan asociado a la acumulación de riqueza y a las cúpulas de poder haya admitido públicamente un aporte multimillonario a la fallida campaña presidencial de Keiko Fujimori en el 2011 no es solo una “noticia”. Supone, sobre todo, un gesto cargado de significado.
Nadie ha estudiado la trayectoria de la familia Romero mejor que el sociólogo Francisco Durand, cuyos libros Los Romero: fe, fama y fortuna (Desco, 2013) y Los doce apóstoles de la economía peruana (PUCP, 2017) se vuelven hoy imprescindibles. Durand repasa minuciosamente los más de 130 años que llevan los Romero en el país, lo cual permite al lector comprender a cabalidad quiénes son, o al menos dónde suelen ubicarse.
Nadie niega que la familia haya empezado desde abajo con un modelo muy cohesionado, creando miles de empleos y amasando dinero de manera legítima, pero una cosa es el esfuerzo y otra la reputación, y los Romero, lo hayan buscado o no, están asociados a todo aquello que define a una élite no solo privilegiada sino dominante: educación en el extranjero, inversiones en distintos rubros, holding empresarial con ahorros en paraísos fiscales, acciones en la bolsa de Nueva York, influencia en los medios de comunicación, empresas con liderazgo masculino (según Durand, el pensamiento Romero es: “los hombres a la gerencia, las mujeres al bachillerato”), membresías en el Club Nacional y un vínculo siempre acomodaticio con el poder de turno. Los Romero se han entendido con todos los presidentes desde Velasco hasta PPK; el único al que nunca conocieron fue Valentín Paniagua. En el capítulo fujimorista, es especialmente doloso el toma y daca acordado entre Montesinos y Romero Seminario para ‘solucionar’ problemas financieros del grupo a cambio de que el banquero apoyara públicamente la re-reelección de Fujimori, con ataque a Alberto Andrade incluido (en Expreso). Ya no hablemos del vergonzoso alquiler de la avioneta de los Romero para el cobarde escape del asesor de inteligencia.
Tampoco pasemos por alto el pensamiento conservador de los Romero; la antigua simpatía por la Falange española; la amistad con el fundador del Opus Dei, Josemaría Escrivá de Balaguer; la cercanía con el cardenal Juan Luis Cipriani; la fundación de la Universidad de Piura; los aportes a la Iglesia católica.
Uno repara en ese historial de conexiones, luego escucha a Dionisio Romero hijo decir que le dio millones de dólares en efectivo a Keiko para “salvaguardar” al país de la “amenaza chavista” y el chiste se cuenta solo. Es obvio que detrás de esa maniobra hubo conveniencia corporativa, nunca filantropía, menos patriotismo. Si el magnate metió a ciegas su mano al bolsillo fue para que se le garantizara un sistema en el cual su patrimonio pudiera seguir expandiéndose. ¿Qué concepto de democracia o justicia se desprende de esa temeridad? ¿Cómo digiere una sociedad fragmentada el recelo que produce un acto así? ¿Los actuales estallidos del vecindario sudamericano no encontraron su chispa precisamente en este tipo de prácticas arrogantes?
A diferencia de otros prósperos modelos empresariales, más inclusivos o menos divorciados de la sensibilidad del peruano promedio, los Romero representan un tipo de éxito y poder que genera cero empatía. “No preocuparse genuinamente por el país puede aislarlos, volverlos vulnerables”, advierte Durand.
Si el cuento de Monterroso remite a la antediluviana presencia de los Romero en el Perú, su futuro quizá pueda entreverse en ese estribillo de Charly García que dictamina: “Los dinosaurios van a desaparecer”. //