Siempre me llamaron la atención los villanos de las historias que escuchaba desde niña. La bruja que no quería que nadie fuera más bonita y joven que ella y envenenó a su principal competencia con una manzana envenenada. La otra bruja que construyó una rueca con una aguja muy filuda para poner a dormir a la hija de sus enemigos acérrimos. O esa bruja que de tan mala se puso verde y estaba obsesionada con unos zapatos de rubí que le darían poder.
Obviamente, siempre quería que gane la buena, pero sentía curiosidad por entender por qué esas brujas eran tan malas. Por eso Wicked, uno de los musicales más exitosos de Broadway, se convirtió en mi favorito. Es la otra historia de El mago de Oz, que explora la vida de Elphaba, la bruja verde que todos odiábamos desde niños porque le hacía la vida imposible a la dulce Dorothy. Pero lo cierto es que, en Wicked, Elphaba Thropp no estaba verde de ira, sino que nació con la epidermis verde. Por ello fue hostigada, maltratada y rechazada por años, lo que la llevó a considerarse la más fea de las criaturas. Pero a pesar de todo era bondadosa, defensora de los animales y una valiente líder.
Elphaba inspiraba a quienes la conocían pero asustaba a los que no, porque era más fácil tildarla de bruja que acercarse a conocerla. De hecho, si había una bruja malvada, era en realidad la bruja blanca, muy guapa y rubia ella, pero envidiosa, egocéntrica y mentirosa. Y qué decir del Mago de Oz, un viejo cobarde y charlatán. No voy a spoilearte con la historia por si algún día vas a verla, pero lo que más me gustó de Wicked fue esa sensación reveladora y fresca de entender que siempre hay dos lados de la historia y las palabras malo o bueno, héroe o villano no son blanco y negro. Hay matices y, sobre todo, profundidad detrás de esa risa maléfica que tienen todos los villanos en el mundo de Disney (hasta ahora no entiendo por qué se ríen tanto).
A veces el héroe es en realidad el antihéroe y el malvado es quizás el salvador incomprendido o mártir de las malas lenguas. Otra sensación parecida tuve con Maléfica, la película protagonizada por Angelina Jolie. Esa vieja bruja huesuda, con cachos negros y pinchadedos que veíamos en nuestros cuentos de niños, se transformó en la pantalla grande en una joven hada con alas de águila, linda por dentro y por fuera, valiente, generosa y confiada. Justamente esa excesiva confianza la llevó a ser traicionada por su gran amor y perder sus adoradas alas, que le fueron literalmente cortadas por este pseudocaballero. Maléfica, luego de tanto dolor, convirtió su corazón en piedra y, además de defender su reino, decidió vengarse y no volver a confiar en los humanos. Pero la esencia de su bondad estaba intacta y, bueno, nos logró demostrar cómo es un verdadero beso de amor.
Pensaba en estas dos historias pero ya traídas a nuestro mundo actual y real. Seamos honestos: ¿Cuántas veces has escuchado el apelativo de bruja acompañando o reemplazando el nombre de una mujer de carácter? ¿Cuántas veces te ha dado miedo tomar una decisión impopular en tu casa o en el trabajo y ser etiquetada como bruja? ¿Cuántas veces te has atrevido a acercarte y entender a esa otra persona o has preferido más bien caer en el cuento de que es una bruja con verruga incluida? ¿Cuántas veces te ha provocado agarrar tu escoba e irte bien lejos porque en tu casa no se dignan a tocarla y si les pides hacerlo, te dicen que te vayas volando? ¿Cuántas veces te has escondido en el disfraz de bruja para tapar tus inseguridades y miedos y has desarrollado una coraza de mujer dura e implacable para que no te hagan daño?
Hace poco me tocó presentar el libro de una autoproclamada bruja. Yo la había visto de lejos a lo largo de mi vida profesional, volando muy alto y llena de éxito, aunque siempre solitaria por decisión propia. Por circunstancias laborales, me la volví a encontrar, pero esta vez muy cerca porque trabajábamos en el mismo lugar. Para hacer la historia corta, porque esa experiencia me daría para una película, ella fue conmigo una de las personas más generosas, transparentes y cálidas que encontré en esa etapa.
Quizá me dejó ver más allá de su disfraz de bruja o tal vez fui yo también la que no quiso dejarse llevar por los sapos y culebras. Sea como sea, me pidió presentar su libro, uno en el que abraza su vulnerabilidad, se enorgullece de su etapa de cenicienta, explica su relación con el espejo para sentirse bonita y su gusto por las manzanas pero para estar sana. Hoy, con algunos años de experiencia, puedo decir que las brujas no me asustan, pero sí las princesas falsas. //
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