No importa si no sabes quién fue George Steiner. Bastaría con tener en cuenta que sus padres eran judíos vieneses. Que nació con una malformación en el brazo derecho. Que a los 11 años escapó de los nazis junto con toda su familia, mudándose de Francia a Nueva York. Que se especializó en filosofía y teoría literaria. Que ejerció la crítica en The New Yorker durante más de 30 años. Que escribió decenas de ensayos sobre literatura comparada. Que llevó cátedras en Harvard y otras universidades prestigiosas. Que se le considera uno de los pensadores más influyentes del siglo XX. Y, claro, que murió hace cinco días a los 90 años.
Steiner odiaba atender a periodistas, pero hace pocos años le concedió una entrevista a uno de sus amigos más queridos, el profesor italiano Nuccio Ordine. A cambio solo le pidió un favor: publicar la conversación al día siguiente de su muerte.
La entrevista, en efecto, apareció este martes en el diario El País generando un enorme impacto. No solo porque las reflexiones de Steiner están llenas de una sabiduría y honestidad que resultan chocantes en medio de tanto cinismo y pobreza intelectual, sino porque, además, quien allí habla de manera tan viva es un muerto, o mejor dicho, un hombre alistándose para morir, que sabe que esas serán muy posiblemente sus palabras definitivas.
La confesión de Steiner que más comentarios ha suscitado es la de haber mantenido durante tres décadas una correspondencia con una mujer no identificada. En esas misivas habla de sus viajes, sus lecturas, sus sentimientos más privados. «Estas cartas-diario se sellarán (en el archivo del Churchill College de Cambridge) y solo podrán consultarse después de 2050, es decir, después de la muerte de mi esposa y (quizá) de mis hijos. En resumen, se harán públicas solo cuando muchas de las personas cercanas a mí ya no estén», ha indicado Steiner.
Pienso en los secretos que contienen esas misivas autobiográficas y en la preocupación del autor porque su esposa e hijos no accedan a ellos. En su libro «Errata, el examen de una vida» (Siruela, 2009), Steiner sostiene: «la dignidad humana consiste en tener secretos». Dice «tenerlos», no «callarlos», menos aún «enterrarlos» o «ignorarlos», que es lo que comúnmente hace la gente. Al consignarlos en esas cartas que solo podrán abrirse en medio siglo, Steiner convierte sus secretos en la herencia futura de alguien.
Durante la charla con Ordine, llevado de la mano por su interlocutor –quien tiene la lucidez de formular preguntas directas, sin adornos, como deben ser las preguntas que se hacen de cara a la posteridad («¿Qué errores ha cometido?», «¿Qué es lo que más le ha hecho sufrir?», «¿Cuál es la victoria más hermosa?», «¿Recuerda haber llorado en su vida?», «¿Qué importancia ha tenido el amor»?, etcétera)–, Steiner admite, por ejemplo, no haber sido capaz de captar fenómenos esenciales de la modernidad, como el movimiento feminista. También se arrepiente de no haberse dedicado más a la creación, de no haber pulido lo suficiente ciertos ensayos, de haber sido tan irascible y perder amistades debido a ello.
También habla de la felicidad, la amistad, los logros, los buenos momentos, pero pone énfasis en desnudar sus falencias, en referir su disminución física, en reprocharse aquello que lo ha hecho sentirse en deuda. Esas confidencias son el patrimonio que deja a sus seres queridos y, de paso, a los lectores.
Me pregunto cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a reconocer nuestros errores, reveses y deseos frustrados con ese grado de frontalidad; más aún, a escribirlos para que sean leídos después de nuestra desaparición física. ¿No sería una ofrenda póstuma cargada de humanidad? ¿El mejor testamento posible para las personas que más amamos? ¿Una despedida osada pero honorable?
Ojalá esta columna despierte la curiosidad de un solo lector. Que ese lector corra a buscar la entrevista de El País. Que luego se la lea a su familia. Y que cada uno se vaya por su lado, pensando en todo aquello que le gustaría decir o confesar antes de morir. O, como Steiner, después de muerto. //