La prestigiosa revista Time eligió este 11 de diciembre “Persona del Año” a Greta Thunberg. Aquí, una columna de Renato Cisneros, publicada en setiembre, sobre la activista sueca.
Un día de agosto de 2018, Greta decidió faltar cada viernes al colegio para ir a la puerta del Parlamento sueco y sentarse con una pancarta que llevaba un mensaje de su puño y letra: “Huelga escolar por el clima”. Tenía 15 años. Meses atrás se había inspirado viendo a los sobrevivientes de la matanza en la escuela secundaria de Parkland, en Florida, exigir a sus autoridades no permitir nunca más una tragedia semejante. Greta, que ya desde los 11 venía preocupándose por el avance del calentamiento global, sintió que también debía salir a las calles para que la gente se interese más por ese problema. Sus protestas rápidamente llamaron la atención de la prensa y escalaron a las redes sociales. Poco después, miles de jóvenes en decenas de países imitaban su huelga, denominada “fridays for future”. En menos de un año, lo que parecía la manifestación inofensiva de una quinceañera se convirtió en el fenómeno activista adolescente más potente de la historia.
En diciembre del año pasado, Greta participó en la vigésimo cuarta conferencia de Naciones Unidas sobre el cambio climático en Katowice, Polonia, y comenzó a lanzarles a los líderes políticos advertencias tan incómodas como: “solo hablan de moverse hacia delante con las mismas malas ideas que nos han metido en este desastre”; “no son lo suficientemente maduros para decir las cosas como son”; o “están sacrificando nuestra biosfera para que unos pocos puedan vivir con lujos”.
En enero intervino en el Foro Económico Mundial de Davos (“estoy aquí para decirles que nuestro hogar está ardiendo”); en abril se reunió con el papa Francisco y habló ante el Comité Ambiental del Parlamento Europeo; días después tomó la palabra en el Parlamento británico, en Londres; y hace poco, antes de su comentadísima y muy emocionante participación el lunes pasado en la Cumbre para la Acción Climática en la sede de Naciones Unidas en Nueva York, estuvo reunida con Barack Obama.
Para miles de personas, Greta es ya una heroína. Sus fans la llaman “la niña verde”, y el hecho de padecer el síndrome de Asperger y referirse a él como un “superpoder” o “un regalo” no ha hecho sino incrementar la admiración que despierta.
Su popularidad, desde luego, ha provocado miradas suspicaces y comentarios venenosos. Hay quienes la ven como una chica impertinente, sobreactuada, que solo propala argumentos vacíos, sin base científica. Dicen que es un títere manipulado por el lobby de las ONG ambientalistas. Que sus padres (un actor, una mezzosoprano) están detrás de sus apariciones públicas buscando obtener beneficios económicos. Y hasta han criticado su cercanía con familias de la realeza, que, según los detractores, solventan sus viajes. Como se sabe, desde hace unos años Greta decidió no tomar vuelos comerciales para no contribuir con la contaminación emitida por los aviones. Tampoco viaja en cruceros. Solo lo hace en autobuses, trenes y embarcaciones menores. Le ha pedido a sus padres que actúen igual (su madre ahora solo acepta contratos en Estocolmo). Para llegar a Nueva York desde Gran Bretaña, viajó con su padre en un yate de competición propiedad de Pierre Casiraghi, hijo de la princesa Carolina de Mónaco. Tardaron dos semanas en pisar tierra. Será más complicado, y más largo, cuando le toque cumplir con sus próximos compromisos en Canadá, México y, en diciembre, Chile.
Más allá de las pasiones que despierta y de lo mucho que irrita a quienes dudan de la honestidad de su causa (en una parodia de ABC, se creó una falsa línea de ayuda telefónica para todos aquellos que se enojan con solo ver a Greta), es innegable que esta joven se ha convertido en un símbolo a diferentes escalas. Por un lado, es un símbolo del verdadero liderazgo moderno, cuya aspiración no es alcanzar el poder político, sino lograr el bienestar social. Pero por otro lado, Greta Thunberg es símbolo del fracaso de los gobernantes de las potencias, pero también de las millones de personas de cierta edad –hoy con 40, 50 o 60 años– que a los 16 teníamos el legítimo sueño de convertirnos en adultos en un mundo mejor, pero que ni entonces ni después hicimos nada verdaderamente revolucionario para que así fuera. Por eso las palabras de Greta nos remecen. Verla da ilusión, pero también vergüenza por las oportunidades perdidas. Es cierto: aún se puede defender el ambiente y promover un cambio de mentalidad radical, pero esa actuación, solo si es exitosa, no nos tendrá a nosotros por beneficiarios, sino a nuestros hijos. Ese será nuestro único consuelo. O mejor dicho, la única forma que nos queda de pedir disculpas. //